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Capítulo XXIII
Aventura interesantísima

Belmur no fue ver a Arabela en muchos días y, habiendo sabido que se disponía a emprender un viaje, la escribió muy heroicamente pidiéndola algunos momentos de audiencia. Informada Arabela por Lucía de que la habían traído una carta, mandó que se la presentara el criado.

—¿Por qué tiene el príncipe vuestro amo –le preguntó– la osadía de importunarme cuando lo he prohibido?

—¡El príncipe mi amo, señora!

—¿De qué procede esa admiración? ¿No sois el escudero de Belmur?

—Criado suyo soy, pero ignoraba que fuese príncipe; y no soy escudero.

—¡No! Pues en ese caso me maravillo de que os haya encargado esta comisión… ¿Qué venís a decirme de parte suya?

—Me ha mandado que os entregue una carta y que le lleve la respuesta.

Irritada Arabela de un mensaje que pecaba tan evidentemente contra las reglas, miró con altivez al criado y le dijo que estaba indignada de que el príncipe Veridomer tuviese la insolencia de presumir que ella leería aquel nuevo testimonio de su infidelidad… El criado, aturdido de lo que oía, iba a justificar a su amo, pero Arabela se lo estorbó.

—Sé que me vais a hacer una relación, tan falsa cuanto inútil, de los suspiros, de las lágrimas y de la desesperación del príncipe, pero os lo dispenso.

—Os aseguro, señora, que mi amo quedaba cantando al tiempo que me separé de él y no me ha encargado que os diga embustes.

—Pues siendo así, devolvedle su carta y decidle que un hombre capaz de faltar a Sidimiris y a Filoniza, y tan bajo que olvida a la una y se descuida en dar los auxilios que debe a la otra, no es digno de amar a Arabela.

Viéndose el criado embarazadísimo, la suplicó que escribiese su respuesta, visto que él era imposible que se acordase de las señoras Tireliremidis y Pitonisa111. Arabela, sin responderle, hizo un ademán mandándole que se fuera, pero no lo entendió.

—¿Por qué no* me obedeces? p. 174

—Obedeceré, señora, pero hacedme el gusto de repetirme vuestras órdenes.

—Mándote que te vayas y que no me hables más de un hombre que ha llegado a ser, por sus delitos, el oprobio de cuantos hacen gala de generosidad y de virtud.

Tan sorprendido el criado de oír maltratar a su señor, cuanto del enojo de Arabela, partió a dar parte del cómo lo habían recibido. Divirtiose mucho Belmur con lo que le contó su criado y como nunca sospechó que Arabela llevase su extravagancia hasta tal punto, se arrepintió del mensaje y determinó ir a visitar al barón y a sus dos hijos; Carlota quedó contenta del deseo que mostraba de verla y sentida de antemano por el tiempo que iba a pasar sin verlo. Llegado el día de la marcha, se emprendió esta en un coche tirado por seis caballos y con la comitiva correspondiente de criados. Nada sucedió el primer día, pero al segundo, al caer la tarde, causó inquietud la vista de tres ladrones bien montados. El que primero los alcanzó a ver se arrimó al coche y se lo notició, en voz baja, a Glanville. El barón lo oyó y exclamó sorprendido:

—¡Conque estamos en riesgo de ser robados!

Glanville, sin responder, se tiró del coche y Carlota detuvo a su padre asiéndosele del brazo. Arabela, muy admirada, se asomó por la portezuela y vio tres hombres de buena traza, que interceptaban el camino.

—¿Son esos, tío mío, los caballeros cuyo ataque teméis?

—Sí, sobrina, son caballeros de camino real y, según toda apariencia, serás testigo de una batalla, porque sería ignominioso que nos sorprendiesen, estando de nuestra parte la ventaja112.

—Deteneos, señores –les dijo Arabela–. Una falsa generosidad os anima, no arriesguéis vuestras vidas en una batalla que no exige el honor; no venimos robadas como lo imagináis, porque viajamos voluntariamente con nuestros parientes y amigos.

—¿Qué demonios de jerigonza es esa? –preguntó el barón–. ¿Crees que esos forajidos prestan atención a tus bellos discursos?

—Así lo espero, tío…

—Por amor de Dios, prima, únete conmigo para persuadir a esos caballeros que no necesitamos de socorro alguno.

Los ladrones, que estaban tan cerca de Arabela que podían distinguir sus facciones, la miraron con admiración, pero conociendo que era preciso pelear, tuvieron por mejor abandonar la presa y huyeron al galope. Algunos criados intentaron perseguirlos, pero Glanville se lo impidió y felicitó a las damas de haber salido felizmente de tan mal paso.

—No caigo en quién pueda ser este –dijo Arabela–, a menos que no sea aquel señor que vencisteis algún tiempo ha, pues me habéis dicho que Eduardo era muerto…, o acaso sería alguno de los amantes de mi prima que querría robarla; si ha sido así, no sé cómo pudo pensar en lograr su empresa con tan poca gente.

—¡Ay, Dios mío, prima! ¡Qué pensamiento tan raro! Te protesto que no he tenido amante ninguno entre ladrones.

—¡Ladrones, dices! p. 175

—Sin duda ninguna –replicó el barón–. ¿Pues qué diablos piensas que son?

—Personas distinguidas llevadas de la generosidad.

—Sobrina, desafío a que te entienda al primero de este mundo.

—Padre mío, mi prima se ha equivocado porque la pareció imposible que fuesen ladrones. No se puede dudar –continuó Carlota sonriéndose– que si no quisieron protegernos a lo menos intentaron robarnos; lo que no es fácil de averiguar es sobre cuál de las dos pusieron sus miras. Perdóname, prima, si te digo, fuera de chanza, que solo nuestro dinero era el objeto de su codicia.

—¡Pero cómo! Unos hombres de tan buenas muestras... ¿Me puedo haber engañado de tal manera?

Glanville, deseoso de cortar nuevas observaciones, mudó la conversación, pero tuvo el disgusto de ver a su padre y hermana, persuadidos, más que nunca, a que Arabela tenía trastornado el juicio.

i no] no no.

111 Ejemplo paradigmático de prevaricación lingüística en la que los nombres verdaderos (Sidimiris, Filoniza) se convierten en Tireliremidis y Pitonisa, con evidente intención humorística. Este procedimiento sirve para caracterizar al criado de modo similar al Sancho quijotesco.

112 Nótese el eufemismo para referirse a los atracadores, que se corresponde con procedimiento y situaciones similares en Don Quijote.