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Capítulo XXXIII
Manifiesta la heroína que tiene conocimientos astronómicos

No faltaba el caballero Jorge a informarse diariamente de la salud de Glanville. Lo visitaba bastante en su convalecencia y se encontraba a menudo con Arabela, que tenía mucha parte en sus visitas.

Conocía las pretensiones de Glanville, sabía las cláusulas del testamento del difunto marqués y se comportaba con mucha retentiva. Consiguió ser atendido de Arabela por medio de un respeto afectado y de expresiones obsequiosas, de que sabía hacer aplicaciones felices... Si se paseaba con ella, observaba que las flores descoloridas y marchitas recobraban sus colores y frescura, y se abrían a su llegada; que el sol multiplicaba sus rayos procurando igualar el resplandor de sus ojos y que Céfiro abandonaba a Flora para acariciar los rizos ondulantes de su pelo, anunciando su felicidad con un suave murmullo. La presencia de Carlota no le estorbaba continuar su proyecto, persuadido a que ella creía otra cosa y, así, engañada su centinela, estaba a su gusto y obsequiaba con libertad.

Solía incomodarle la necesidad de ser siempre del dictamen de Arabela, pero no le faltaban recursos en su imaginación. Cierto día anunció como una novedad la llegada de la dama Groves, diciendo que su viaje tenía el mismo objeto que el del año anterior y se chanceó mucho sobre la familiaridad que había entre ella y el amigo con quien la tenían por casada secretamente. Carlota, muy contenta de tener ocasión de murmurar, añadió mil reflexiones, unas más mordaces que otras, lo que desagradó a Arabela.

—Si estuvieras informada, como yo, prima mía, de la historia de esa desventurada, no lastimarías su reputación con proposiciones tan denigrativas.

—¿Conque no has estado en Londres –replicó Carlota– y crees saber mejor sus aventuras que los testigos de ellas?

—Su misma criada me ha contado todos sus sucesos; debo, pues, conocerla mejor que tú, que nunca has vivido íntimamente con ella... La ultrajas y la defiendo, con que yo soy la que represento mejor papel.

—Pero, ¿pretendes justificar su trato escandaloso con Liwenton?

—¿Escandaloso? La expresión no deja de ser fuerte. La juzgan culpada, pero es posible que no lo esté: su suerte es muy parecida a la de Cleopatra, cuya unión secreta con Julio César todavía se controvierte.

—Ignoro sobre qué fundas que la Groves sea esposa de Liwenton, pero puedo asegurarte que todos (excepto tú) tienen certidumbre de lo contrario. p. 117

—Tengo más medios que se necesitan para sostener lo que digo. La historia está llena de situaciones semejantes a la tuya... Sin duda que no dudáis –continuó hablando con Jorge– que Cleopatra fue verdadera esposa de Julio César y bien sabéis cuánto marchitó los laureles de aquel conquistador el modo indigno con que la trató.

—Nadie –dijo Jorge– se atreve a negar esos dos hechos.

—Y, con todo, ha sido calumniada Cleopatra y ha llegado la indignidad hasta tener por fruto ilegítimo al bizarro Cesarión, quien, bajo el nombre de Cleomedón, hizo tantas valerosas hazañas en Etiopía74.

—Yo he sido siempre admirador de Cleomedón –repuso el caballero– y lo tengo por el hombre más grande que ha existido.

—Decís demasiado, caballero: Cleomedón merece alabanzas, pero así él, como los demás héroes, deben ceder esta cualidad al príncipe de Mauritania, al amante inmortal de la divina Cleopatra, hija de la que acabamos de citar75.

—¡Dios mío! –exclamó Carlota bostezando–. ¿Qué relación tienen todas esas antiguas majaderías con la señora Groves? ¿Yo quisiera saber si el caballero Jorge cree que estuvo jamás casada con Liwenton?

—Sí, lo creo segurísimamente, pues, ¿no está en el mismo caso que Cleopatra? Si Julio Cesar fue tan bajo que negó que fuese su esposa, ¿por qué Liwenton no podrá también ser delincuente de semejante injusticia?

—¡Qué extravagancia! En Londres, todo el mundo se os reiría en los bigotes.

—Pues si llego a ir allá –continuó Arabela– sostendré que se engañaron en el asunto de la Groves y diré abiertamente cuanto sé para probarlo.

—También procurarás persuadir que a los quince años de su edad no intentó escaparse con su maestro de escribir.

—También en eso te equivocas, porque ese maestro de escribir era... En fin, no la robó y, cuando lo hubiera hecho, hubiera quedado ella casi justificada con el ejemplo de Artemisa… Quisiera saber, caballero Jorge, qué pensáis de este rasgo histórico, que ha tenido censores y partidarios.

—Pienso, señora, que los criticadores de lo que hizo la ilustre Artemisa por Alejandro son unos imbéciles, que no saben apreciar las bellas acciones76. Más de dos mil años ha que no existe dicha princesa, pero sacaría yo la espada para defender su virtud contra quien se atreviese a hablar mal de ella en presencia mía.

—Supuesto que sois tan valeroso para defender a los muertos –replicó Carlota soltando una carcajada–, defended la honra de la casta Groves y esforzaos a probar, con la espada en la mano, la inocencia de su trato con Liwenton y la pureza de sus afectos a su maestro de escribir.

—¿Insistes, prima mía, en tu error y no quieres absolutamente ver en el disfraz del fingido maestro una estratagema ingeniosa?

—Si te esfuerzas a persuadirme, prima mía, que la luna es un queso helado, será lo mismo que si te fatigas para convencerme de que ese pillo, de que hablamos, era un señor disfrazado para lograr el corazón de la Groves. p. 118

—Muy extravagante me parece tu ocurrencia sobre la luna: no me cansaría por cierto en discurrir para probar semejante simpleza. Muchas veces he examinado los cuerpos celestes y aún he leído las obras de los grandes hombres que han calculado sus movimientos: la luna es, por lo menos, tan grande como la tercera parte de la tierra y conozco mucho la importancia de los planetas que giran en nuestro universo para que yo...

—Te pido perdón –dijo Carlota riendo a todo reír–, pues si me divierto a tu costa es porque son tan singulares tus nociones... La luna me parece, a lo más, del tamaño de la cara abotargada de tu cocinero y tú me aseguras que es tan grande como el tercio de la tierra: me inclino a creer más a mis ojos que a tus dichos.

—La distancia disminuye los objetos y hay reglas para apreciar exactamente sus distancias y magnitudes. ¿Crees que la extensión grandísima de país que ves por esa ventana no es mayor que el pequeño espacio en que está encuadrada? Pesa esta observación, prima mía, y raciocina mejor…

Dicho esto, se volvió Arabela a Jorge y le dijo:

—Siempre he procurado justificar la fuga de Artemisa con Alejandro y quedo gustosa de que mi modo de pensar esté apoyado con el voto de un sujeto que piensa tan noblemente como vos. Cuando medito en que aquella princesa abandonó el reino de su hermano, no puedo menos de convenir en que tuvieron razón sus enemigos para acusarla de ligereza.

—Pero sus enemigos –replicó Jorge– ¿pusieron sus motivos en la balanza de la equidad? ¿Se tomaron siquiera el trabajo de examinar si tenía algunos que pudieran sincerarla?

—Verdad es que estaba a punto de ver morir a las crueles manos de un infame verdugo a su príncipe amado y debe creerse, a lo menos, que no tomó el partido de la fuga hasta haber empleado, sin éxito, las solicitudes y las lágrimas.

—Por mí –repuso el caballero–, me encolerizo algunas veces contra Cepión, delator de Alejandro77... Pero ¿qué opináis sobre la acción que hizo para lavar su indiscreción? Bien sabéis que, en el momento que iban a ejecutar la sentencia contra el infeliz Alejandro, atravesó por entre una guardia numerosa para llegar al cadalso, que mató al verdugo y que, habiéndole dado una espada al príncipe, se defendieron contra más de dos mil hombres y se escaparon.

—Admirable es la acción: me recreo con imaginarme la rabia del rey de Armenia y conozco cuánta debió ser la violencia de su despecho cuando, después de haber aprisionado segunda* vez a Alejandro, supo que aquel príncipe había roto sus hierros y huido con su hermana.

i Mantengo la forma del original, que no dificulta la comprensión de la frase.

74 Para las hazañas de Cleomedón, nombre que utilizó Cesarión en Etiopía, véase Cléopâtre (III.1 y 2; Dalziel 400).

75 Esta Cleopatra, amante de Coriolano, el príncipe de Mauritania aludido, es hija de la otra Cleopatra, esposa de Julio César; la alusión, tal como se refiere, podría tener un punto de equívoco, ya que, si confudieran a una mujer con la otra, se estaría afirmando que la reina Cleopatra, casada con el emperador romano, tenía a su vez un amante (Coriolano), lo cual iría en contra de lo que nuestra protagonista está defendiendo. De ahí la aclaración de Arabela.

76 La historia de Alejandro y Artemisa se hallará en el capítulo de igual nombre de Cléopâtre IV.1 y 2, en el que, de forma bastante excepcional dentro de las convenciones de este género narrativo, héroe y heroína se escapan juntos (Dalziel 400).

77 Según se relata en Cléopâtre (II.4) Cepión delata a Alejandro durante la estancia de este en la corte armenia, donde tiene esperanzas de renovar el amor que mantuvo en su juventud con Artemisa. Una indiscreción de aquel hace que Artajes le encarcele y amenace con la muerte. Al no poder acceder al original francés he manejado una traducción al inglés, Hymen's Præludia; or, Love's Master-Piece: Being that so Much-Admir’d Romance Intitled, Cleopatra, Part IV, Book ii, Argument (London, 1786), p. 94.