Índice

Capítulo XIV
Continuación de la historia de Belmur

—Frecuenté algunos meses el trato de la encantadora Dorotea, lisonjeado de haber casi hecho la conquista de su corazón, pero ¡ay!, ¡cuánto me engañaba! Al mismo tiempo que me juraba un eterno amor, se casó con quien su padre quiso y me entregó, sin remordimiento, a la más funesta desesperación. No os repetiré las quejas que di al cielo, ni tampoco os pintaré, como cosa inútil, el torrente de lágrimas que derramé; valime de todo mi esfuerzo; llamé a la razón en mi auxilio y, en fin, tuve valor para triunfar de mi pena y para no pensar más en la ingrata Dorotea. Confieso que otra hermosura acabó mi curación y he aquí, sin duda, una de las infidelidades que mis enemigos me echan en cara. Sed, como os lo ruego, mi juez en este asunto.

—Vuestra desesperación, en dictamen mío, ha sido muy tranquila, pero no os juzgaré hasta estar instruida de lo restante de vuestras aventuras: proseguid.

—El amor a la gloria ocupó muy presto el lugar de la pasión que tuve a Dorotea y no aspiré a otra cosa que a la felicidad de señalarme por algunas grandes acciones. Supe que marchaba un ejército a una expedición secreta; dejé la casa paterna y me alisté en él la víspera de la famosa batalla de ***; en ella hice acciones de mucho valor, sin darme a conocer; el general me atribuyó la honra de aquella jornada y me buscó para darme un testimonio de su gratitud. Por desgracia, me enardecí en el alcance de los enemigos y me encontré en la necesidad de hacer frente a quinientos hombres…

—Me haréis el gusto –interrumpió el barón– de decirme la época de esa batalla célebre: vuestros amigos no tienen conocimiento alguno de vuestras lucidas acciones y, si la memoria no me engaña, nunca habéis servido… Sobre esto hay que la fama es injustísima en no haber publicado acciones tan maravillosas.

—He sido tan modesto, señor, que nunca mis amigos pudieron sospechar que yo fuese el bizarro caballero negro, cuyo extremo valor ha tenido tanta celebridad. El accidente que voy a noticiar a esta señora estorbó, sin duda, que yo no fuese descubierto… Viéndome, pues, rodeado de tantos enemigos, me determiné a vender cara mi vida.

—¡Conque os detuvisteis! –dijo el barón–. Por vida mía que fuisteis un desatinado merecedor de que os hicieran añicos, porque ningún hombre se ha puesto jamás a pelear solo contra quinientos armados… Mas, ¿a qué contesto a semejantes absurdos?... p. 158

—No imaginaba yo que supieseis tan bien –Belmur lo atajó astutamente para que no acabara una frase que podía exigir una réplica fuerte y continuó su historia–. Me respaldé contra un árbol gruesísimo para no ser acometido por la espalda y, haciendo frente al más valeroso de la tropa, le corté un brazo de un solo golpe; y, al mismo tiempo, rompí a uno el corazón de una estocada, tan vigorosamente que con la misma pasé de parte a parte a otro que lo seguía...

El barón soltó aquí una grandísima carcajada y, queriendo divertirse a costa del narrador, le dio palabra de no interrumpirlo.

—Sin duda penetráis ya, señora –continuó Belmur–, que los enemigos, pasmados de mi valor, doblaron sus esfuerzos para vencerme. Había yo tomado felizmente una situación tan ventajosa que no podía ser acometido más que por cuatro o cinco a un tiempo. El riesgo me prestó fuerzas y la muerte gobernaba mi brazo: en fin, en menos de un cuarto de hora tendí muertos a mis pies a cincuenta hombres, cuyos cuerpos me sirvieron de trinchera; el comandante de aquel corto número de soldados fue tan poco generoso que no se sintió movido al ver mi valor, sino, al contrario, se encolerizó contra sus gentes cuando las vio ya tímidas. «¡Cobardes!», les gritó. «¿Tenéis miedo a un hombre solo y vaciláis en vengar la sangre de tantos valerosos camaradas que tenéis muertos a la vista?». Estas palabras, pronunciadas con firmeza, los encarnizaron de nuevo: hallábame yo con muchas heridas peligrosas, corríame por todas partes la sangre y, sin embargo, no sentía yo disminuidas mis fuerzas: peleé, pues, con inaudito vigor, esperanzado en que algún bizarro caballero acudiría a socorrerme. El bárbaro comandante no cesaba de animar a mis asesinos. El enojo y el furor me arrebataron: separeme de mi árbol para acometerle; perdió el color, tembló y se refugió al centro de su tropa. Abrime paso, di sobre él y lo sacrifiqué a mi venganza. Costome carísima la imprudencia porque no me fue posible volver a mi atrincheramiento: mis enemigos me rodearon y no tuve más recurso que morir combatiendo; con la sangre que perdía me iba debilitando, mi brazo se cansaba ya y, por colmo de infelicidad, se me rompió la espada al sacarla del cuerpo de un soldado. Viéndome, en fin, incapaz de resistir más tiempo, quedé hecho presa de aquellos indignos. Con la vergüenza, el despecho y la rabia, perdí el conocimiento: ignoro lo que pasó mientras mi desmayo, pero cuando recobré el uso de mis sentidos, me hallé en una buena cama.