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Capítulo VI
Muéstrase nuestra heroína bajo diferentes aspectos

Advirtió Arabela, al entrar, que había llorado su prima y se arrimó a ella, y la preguntó por la causa de su sentimiento en un tono de voz muy persuasivo. Carlota la correspondió con frialdad. Glanville, por evitar cuestiones, confesó que acababa de mortificar a su hermana y que estaba pesaroso de ello.

—Verdad es, hermano, que eres extremadísimo en tus afectos y que así te arrebatas por las cosas poco importantes como por las muy serias.

—No des, Carlota, a mi prima una mala idea de mi carácter: si cometí alguna culpa, me parece que la he reparado.

—Tranquilizaos, Glanville –repuso Arabela–. Lo que dice mi prima no os desluce, porque los corazones buenos son regularmente parecidos al retrato que hace del vuestro; las almas débiles, o lo aman todo o no aman nada y suelen ser tan insensibles a la gloria como a la ignominia, semejantes a la arena movediza sobre la que nada se graba; mejor opinaré de un joven arrastrado por algún defecto que de otro en quien nada haga impresión: son necesarias las pasiones, aun cuando viciosas; la razón y la experiencia saben oponer los convenientes contrastes, salvar sus disonancias y aun formar con ellas dulces armonías: un hombre vicioso puede llegar a ser hombre de mérito y grande hombre, pero no hay que pensar en que el hombre sin pasiones deje de ser inferior a la más ordinaria clase, porque no hay objetos que fijen su atención y hasta la filosofía, que se jacta de curar las enfermedades del alma, no tiene dominio sobre la indiferencia, de que infiero que es compañera inseparable de la debilidad y, también, que, en materia de pasiones y de sentimientos, es mejor pecar por mucho que por poco.

Acabó Arabela su disertacioncilla y Glanville miró a su hermana con ademán de triunfador, aunque ella se mostraba distraída. El barón, arrebatado de entusiasmo, dijo:

—¡Qué lástima, sobrina mía, que no hayas sido hombre! Seguramente hubieras representado papel en el parlamento y aun, acaso, tenido la gloria de ver impresos tus discursos.

Aunque el cumplido fue algo extraño, gustó a Glanville, quien iba a procurar mantener el espíritu de su prima en aquel grado de elevación, cuando entró Silven a informarse de cómo lo pasaba Arabela. Esta se inquietó mucho al verlo y, aunque Glanville se esforzó a sosegarla, no pudo conseguirlo.

—La prudencia pide –dijo ella– que huya yo de las persecuciones de este hombre. p. 208

Glanville bajó la cabeza de confuso; Carlota levantó la suya sonriéndose y el pobre Silven apenas pudo articular algunas palabras para justificarse.

—Señor –continuó diciendo Arabela– mi resolución no puede variar: ya os he manifestado cuán sorprendida estoy de vuestra desobediencia; estáis desterrado y me maravillo de que os atreváis a poneros en mi presencia.

—Pero, sobrina mía, ¿qué ha hecho Silven? Me parece que lo tratas con sobrado rigor y yo hallo grandísima diferencia entre él y Tíncel.

—No puedo, tío mío, tratarlo de otro modo, sin pecar contra las reglas; mi severidad es igual a la de la princesa Eudoxia: imite Silven a Trasimenes en la sumisión, ya que se atrevió a imitarlo en el cariño142.

—¿Qué significa esto, Silven? –dijo el anciano–. ¿Habéis hecho a mi sobrina alguna declaración indiscreta?

—Admiro ciertamente –respondió Silven con humildad– las perfecciones de esta señora y en esto no hago más que lo que hacen todos, pero os juro, señor barón, que jamás he pensado en decirla que la amo.

Justificación tan positiva admiró al barón y humilló mucho al pobre Glanville, pero Carlota se gozaba de la embarazosa mortificación de todos y aguardaba el instante de poderse reír a su gusto.

—Vuestra disimulación –dijo nuestra heroína con imperturbable sosiego– no es de extrañar, pero de esa estratagema misma usó Trasimenes y no le valió: bien sabéis que Eudoxia lo desterró de Roma, como yo os destierro de la Inglaterra.

—¡De la Inglaterra! –replicó Silven muy admirado.

—No puedo, señor, revocar esta sentencia, porque la debo a mi fama.

—Por vida mía, señora, que no veo qué necesidad haya de que yo abandone por vuestra fama mi familia, mi fortuna y mis negocios: hacedme el gusto de demostrarme los motivos porque…

—Responderé a vuestra proposición con una pregunta: decidme, ¿cómo podía importar a la fama de la princesa Eudoxia la morada de Trasimenes en Roma?

Silven no supo qué responder porque ignoraba la historia de Eudoxia y su amor propio se resistía a confesarlo.

—Os compadezco, caballero –añadió Arabela suspirando–, pero confío en que el placer de obedecerme suavizará vuestra suerte contraria: necesitáis consuelos y no quiero rehusároslos; andad, señor, pero asegurado de que, a cualquiera parte que os lleve vuestra desesperación, os seguirá la lástima de Arabela.

Dichas estas palabras, se cubrió el rostro para ocultar su confusión y dejó caer una de sus manos, suponiendo que el amante desterrado se llegaría a regarla con sus lágrimas, pero habiendo pasado algunos instantes sin llegar, creyó que se había desmayado como Trasimenes y se retiró, por ahorrar a su alma el espectáculo de una escena lastimosa. Luego que llegó a su cuarto se tiró sobre un canapé, muy agitada de la consideración del estado horroroso en que dejaba a aquel amante infeliz.

142 La historia de Eudoxia y Trasimenes se encuentra en Faramond VII. 2: Calzada convierte el original inglés («Thrasymedes») y la traducción francesa («Trasimèdes») en la forma Trasimenes; en realidad, de acuedo con Dalziel (411), debe ser Trasimondo («Thrasymond»), príncipe de los vándalos, quien visita la corte de Constantinopla y se enamora de Eudoxia, sin esperanza de ser correspondido. Cuando Eudoxia conoce esta solicitud amorosa, lo destierra.