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Capítulo XII
Nueva aventura

Apenas estuvo nuestra heroína quince días en Londres, cuando empezó a experimentar los efectos del aire grosero y ahumado de aquella ciudad. Deteriorose su salud y la propuso su tío llevarla a Richemont, donde alquiló una casa cómoda y agradable159. Como había poco tiempo que Carlota disfrutaba los placeres de la capital, no se ofreció a acompañar a su prima, pero sí a hacerla cuantas visitas pudiese. El barón, que trataba en negocios que lo detenían en Londres, resolvió enviar a Arabela con el mayordomo y con criadas seguras que la cuidasen bien, ya que no permitía la decencia que fuese a vivir con ella Glanville, quien la acompañó hasta su destino y después la visitó diariamente. Y como esperaba la vuelta de la condesa de ***, de quien esperaba la curación moral de su prima, fomentó en esta la idea de que los aires de Richemont eran necesarios a su salud, además de que, como la estación era todavía benigna, no faltaba gente que hiciese gustosa aquella morada. Arabela recibió las visitas de todas las damas y sufrió, como extranjera, rigoroso examen: las personas de cierta edad hacían por conciliar sus perfecciones con sus rarezas, pero las jóvenes no la perdonaban su hermosura. Pocas mujeres halló Arabela con quien poder entrar en conversación y ninguna Clelia, Estatira ni Mandana, pues todas eran Carlotas. El único placer que disfrutaba nuestra heroína era el de pasearse por el campo. Una tarde oyó, a las inmediaciones de un bosquecillo, unos doloridos acentos y vio, a corta distancia, a dos mujeres sentadas bajo un árbol: la una de ellas se enjugaba las lágrimas con un pañuelo y, a cada instante, exhalaba suspiros, arrancados a fuerza del más amargo dolor. Esta aventura, más verisímil que ninguna de las que hasta entonces había experimentado nuestra hermosa visionaria, la agitó mucho. Hizo señas a Lucía para que callara y prestó atento oído a este monólogo.

—Pérfido Ariamenes, a quien he amado tanto, por desgracia mía, ¿no tendré jamás valor para aborrecerte?... Ya, pues que el cielo y tu ingratitud han determinado que no nos uniésemos, y ya que mis más lisonjeras esperanzas se frustraron, olvida para siempre aquellos inocentes favores que se han convertido en criminales por tu inconstancia… vuélveme aquellos sagrados testimonios de nuestro amor… y el corazón que todavía posees a pesar de tu infidelidad.

Enternecida Arabela hasta llorar, se mostró a la desconocida, que tuvo la precaución de taparse el rostro. Arabela la suplicó tiernamente que la contase sus desgracias.

—No creáis, bella incógnita160 –la dijo–, que sea una mera curiosidad la que me obligue a pediros esta fineza. Vuestras quejas han promovido en mi alma sentimientos de mucha compasión. p. 223

—¡Ay! –respondió la que se quejaba, con ademán tímido–. Creía yo estar sola en una soledad como esta…, pero tengo que corresponder a lo que os dignáis interesaros por mi suerte y no vacilo en depositar en vuestro pecho secretos relativos a lo que indiscretamente proferí.

Arabela la aseguró de que no abusaría de su confianza, mandó a Lucía que se incorporara con las otras criadas y, sentada bajo un árbol con la dolorida, oyó la siguiente historia.

159 Richmond, localidad en el suroeste de Londres que actualmente ya forma parte del llamado Greater London, surcada por el Támesis y famosa por su palacio que fue residencia real y por el parque donde antaño cazaban ciervos los monarcas ingleses.

160 ‘bella desconocida’.