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Capítulo V
Todavía no están aclaradas todas las equivocaciones

Continuaba el padre de Glanville desabridísimo por la creída injuria que el caballero Jorge había hecho a su sobrina y buscaba resueltamente ocasión de informarse de lo que había sido: temía que Glanville lo supiese y que resultasen fatales consecuencias. Después de comer insinuó el barón a su sobrina dar un paseo, porque tenía algo que decirla. Arabela, inquietísima de ver la seriedad de su anciano tío, no puso duda en que deseaba declararse con ella. Fijó en tierra los ojos, encendiósela el color y dio a sospechar a Carlota que su padre quería interesarse eficazmente con ella a favor de Glanville. El barón no observó aquella conmoción y, viendo que no respondía, añadió, con semblante risueño:

—Creo, sobrina mía, que no tendrás reparo en estar sola con tu tío.

—No, señor; siempre que mi tío no aspire a otro nombre.

Pasmado el barón con tal respuesta, dio por sentado que le reprochaba el demasiado uso de su autoridad.

—Nunca abusaré, querida sobrina, del poder que me confió tu difunto padre y aun te aseguro que siempre tendré más gusto en verte seguir mis consejos como amigo que como tutor; ruégote que no atribuyas las inquietudes que me causas a otra cosa que la amistad que te consagro.

—Agradezco como debo, señor, el afecto con que me honráis, pero deseo mucho que os atengáis únicamente a esta sencilla demostración.

El barón se quedó sin entender lo que oía.

—Tengo que decirte algo sobrina, pero, pues que son necesarias tantas precauciones para hablarte, aguardaré a que estés mejor dispuesta a oírme.

Detuvo Carlota a su padre, que ya se iba, diciéndole:

—Mi hermano y yo nos retiraremos.

Ella se fue, en efecto; también Glanville la seguía, pero Arabela se lo estorbó.

—Mi tío no tendrá ciertamente cosa de importancia que decirme y, cuando así fuera, nunca estaríais de más... Y si es necesario emplear la autoridad, os mando que os quedéis. p. 132

—Me habéis rehusado, prima mía, satisfacer mi curiosidad sobre una cosa que me concierne. Para castigaros, pues, porque soy vengativo –continuó Glanville yéndose–, no os obedeceré y escucharéis lo que mi padre tiene que deciros.

Como no pudo Arabela evitar la conversación de su tío, se mostró afligidísima.

—Paréceme, sobrina mía, que estás desasosegada; tranquilízate por Dios: lo que voy a decirte, no...

—Tío, hay casos en que conviene el silencio.

—Te repito, sobrina, que vives engañada; mi edad debería asegurarte de las consecuencias que temes: no he formado el proyecto ridículo de reñir con el caballero Jorge, pero he de saber cómo te ha ofendido.

—No os conviene, tío, ser mi vengador; dispensaos de un paso que...

—Basta con eso, sobrina mía: lo precisaré seguramente a que se disculpe contigo y todo quedará como debe. Te tengo por muy prudente y no querrás que mi hijo se mezcle en este asunto.

Dicho esto, salió el barón y dejó a Arabela persuadida a que estaba celoso de un competidor más peligroso que su hijo. Salió a pasearse al jardín, a donde fueron a encontrarla los dos hermanos. Glanville, creído en que su padre acababa de abogar por él, tomó por mal agüero la tristeza de su prima.

—¿Me atreveré a preguntaros, querida prima, si es mi venida la causa del pesar que noto en vuestros ojos o si procede de la conversación que acabáis de tener con mi padre?

—De ambas cosas procede, porque si os hubierais quedado, como os lo mandé, no me hubierais expuesto a oír cosas desagradables.

—Me pareció que adivinaba lo que mi padre quería deciros y pensé que mi presencia le incomodaba. ¿Había yo de impedirle, prima mía, que hiciese de abogado en una causa en que interesa su felicidad y la mía?

—Me sorprendéis –repuso Arabela–. ¿Estáis ya noticioso de la conversación que acabo de tener?

—A lo menos la sospecho.

—Pues no comprendo, siendo así, cómo pudisteis ausentaros.

—No me reprendáis, os lo suplico: conozco vuestra severidad y sé que me castigaríais si me atreviera a tomar las mismas libertades que mi padre… Pero estáis agitada: ¿he dicho algo que pueda…?

—No, Glanville –replicó Arabela, con tranquilidad fingida–. Veo, al contrario, que merecéis muchos elogios. Contentaos, en lo venidero, con el título de hijo sumiso y respetuoso, porque os honra y no aspiréis al de amante.

Retirose Arabela después de pronunciada esta frase enigmática y dejó a Glanville como pasmado.

Así que estuvo sola en su cuarto, pensó, como acostumbraba, en cuanto acababa de oír y se afligió tanto de la indiferencia de Glanville como de la facilidad con que la cedía a su padre. Quería disimularse a sí misma que lo amaba y atribuía su dolor a la vergüenza de verse abandonada; y como no hallase ejemplo de semejante perfidia, se juzgaba la mujer más infeliz de cuantas existían en el mundo.