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Capítulo XVI
Continuación de la misma aventura

—«¡Ah, señora!», exclamé. «No dudéis que conservaré duradero agradecimiento a la suma benignidad con que me ha tratado la hermosa Sidimiris y que me glorificaré de consagrarla esta misma vida que debo a su cuidado, pero, señora, no me neguéis una gracia, sin la cual no puedo partir de aquí. Proporcionadme la ocasión de ponerme a sus pies para darla gracias de sus beneficios». «No puedo prometeros un favor que no depende de mí, pero me obligo a solicitarlo con la mayor instancia y os prometo que no será culpa mía el que vuestros deseos no se cumplan». Salió Zamira, dicho esto, y yo pasé lo restante del día no tanto ocupado en el logro de mi libertad cuanto impaciente de conocer a mi bienhechora; llegó, en fin, la noche. Oí abrirse mi puerta y vi entrar a la dama que me había asegurado de sus buenos oficios. «He determinado a Sidimiris», me dijo, «a concederos una audiencia: seguidme y no perdamos tiempo». Atravesé una galería larguísima y, después de haber pasado por muchas salas espaciosas, entré en la que estaba Sidimiris. Difícil es pintaros la impresión que hizo en mí aquella mujer admirable. Mil afectos se desarrollaron a un mismo tiempo en mi corazón y me usurparon el uso de la palabra. Estúvela contemplando mucho tiempo con la expresión del placer, de la novedad, de la admiración y del respeto. No puedo dejar de haceros aquí la pintura de su persona: omitiré por de contado muchas de sus gracias, pero, a lo menos, os daré alguna idea. Sidimiris es de alta estatura, de talle majestuoso, de porte noble y desembarazado, y de modales finos y agasajadores; sus cabellos son negros como el ébano; su tez fina y blanca como el alabastro; sus facciones proporcionadas, su boca risueña, sus ojos rasgados y llenos de aquel fuego que devora el corazón y, en fin, se me presentó con tantas perfecciones que primero que la gratitud habló en mi alma el amor. «Divina Sidimiris», la dije, «prosternándome casi enajenado101, a vuestros pies está el hombre más poseído de agradecimiento que tiene el mundo: vengo a ofreceros una vida, porque os dignáis interesaros y a protestar también que siempre estaré pronto a volvérosla si el príncipe Marcomiro, enfurecido contra vos, no puede aplacarse sino con mi sangre. ¡Pluguiese a Dios que pudiera yo derramar hasta la última gota peleando por vuestra causa!».

—Bien hablado –dijo el barón, echándose a reír–, pero bien sabíais que no habían de cogeros la palabra.

—¡Ah, tío! Haced a Belmur la justicia de creer que hubiera cumplido lo que ofreció: no podía prometer menos a una princesa generosa que le daba la libertad a expensas de su sosiego y acaso de su vida. p. 162

—Pronuncié estas palabras –continuó Belmur– tan tierna y apasionadamente que Sidimiris bajó los ojos y se sonrojó… Ved su respuesta, después de unos instantes de silencio. «Me lisonjea mucho, amable extranjero, el procuraros la libertad: no exijo de vuestra gratitud prueba ninguna que os exponga al menor peligro; sobradamente pagada quedaré del servicio que os hago si, por atención a mí, no dais entrada al aborrecimiento que os han debido inspirar los procederes indignos de mi hermano». «¿Puede aborrecerse lo que os importa, señora? Os prometo que miraré siempre al príncipe Marcomiro como hermano de la divina Sidimiris: por este título olvidaré sus furores y aun defenderé su vida, con riesgo de la mía, si tengo la fortuna de hallar ocasión para hacerlo».

—Cada vez mejor –dijo el barón irónicamente–. Vuestra historia es de lo más admirable.

—Hay, tío mío –replicó Arabela–, infinitos rasgos semejantes y todavía superiores en las vidas de los héroes antiguos. Entre ellos se ve un hombre grande, estrechamente unido con los enemigos de su patria, pelear con generosidad contra un ejército mandado por su mismo padre.

—No concibo, sobrina mía, cómo puedes admirar a un hombre como ese, porque, según nuestras costumbres, es un malvado sin alma y sin honra.

—No hay mérito, tío, en defender a su patria o a su padre, porque eso es natural, pero cuando un guerrero ha llegado a un punto de grandeza, capaz de respetar a la virtud entre sus enemigos, de preferir la gloria a sus intereses y de desprenderse de todas las consideraciones personales no se le puede, sin injusticia, rehusar el título de héroe.

—No pretendo apocar el mérito de Belmur en haberse determinado a defender al príncipe Marcomiro con riesgo de su propia vida, pero juzgo que no hizo más que lo que cualquiera otro hubiera hecho en igual caso y, aun añado, que Sidimiris representa un papel tan airoso, cuando menos, como el suyo.

—Tuve la felicidad –continuó Belmur– de conocer que mi modo de significar el agradecimiento hacía impresión en el corazón de Sidimiris, porque se mostró conmovida y me habló con los ojos un lenguaje inteligible. Nos interrumpió Zamira, la cual, temiendo las consecuencias de una conversación demasiado larga, llegó a advertirnos que ya era tiempo de separarnos. Estuve para desfallecer en aquel instante funesto y así, mirando a mi bienhechora de un modo que expresaba mi sentimiento, me atreví a confesarla mi amor y la añadí que la prisión que dejaba me sería menos penosa que una libertad de que no me sería posible disfrutar. «Muy temerario sois», replicó Sidimiris, encendiéndosela el color. «Os lo perdono en favor de los malos procedimientos de mi hermano102, pero bajo la condición de que partiréis al instante». Sidimiris pronunció este mandato en un tono tan resuelto que no me dio lugar a réplica alguna. Besé respetuosamente uno de los pliegues de su vestido y me retiré suspirando. Zamira me dio salida por una puerta secreta y me entregó al cuidado de un hombre que reconocí ser uno de los que me habían asistido y guardado en la prisión.

101 ‘arrodillándome casi enajenado’.

102 ‘Os lo perdono en compensación por el mal proceder de mi hermano’.