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Capítulo XIX
Lo da el autor por el mejor de la obra

Ocupabase seriamente el santo cura en discurrir* los medios de sacar a Arabela de sus errores. Así que esta se halló capaz de sostener una conversación algo larga, la hizo a la memoria lo que le había dicho relativo a Clelia y la demostró, con toda la claridad y honradez posible, que su acción no solamente era contraria a las máximas de la religión, sino también muy oportuna para que la graduaran de extravagante. Arabela, más dispuesta ya a defender sus opiniones que cuando padecía, probó por sus principios que la religión no prohibía el deseo de ilustrarse, que el heroísmo se fundaba sobre la virtud y que era injusto reprehenderla una acción semejante a la que se admiraba en una heroína aplaudida por todos los historiadores. Escuchola el cura con mezcla de admiración, de lástima y de respeto. La costumbre contraída de sujetar su dictamen le fue inútil para con Arabela163. Conoció que tenía una lógica consecuente, que era peligroso concederla un principio y necesario combatirla con sus armas propias. Esto resolvió. Arabela estaba como aguardando deseosa la respuesta del cura. Este lo conoció y la habló así:

—Aunque es harto difícil, señora, no escuchar con atención lo que decís, no he podido, mientras hablabais, dejar de llevar mis ideas acompañadas de una suerte de lástima hasta la desgraciada ceguedad de los hombres y hasta las consecuencias, casi siempre falsas, que sacan de los principios que se les pegan.

—Ignoro, señor cura, sobre qué cae vuestra reflexión, si habla conmigo o si es resultado de un momento de distracción; hasta ahora nada me ha cegado: me han sucedido muchas desgracias, pero, como inferiores a las sucedidas a personas superiores a mí por la dignidad y el nacimiento, han servido siempre para consolarme; algunas veces me han envidiado y he podido ser aborrecida, pero no juzgaba yo que se me llegase a mirar como un objeto de lástima.

Advirtió el cura que tomaba mal camino y volvió sobre sí diciendo:

—No es de admirar que hayáis tenido envidiosos, habiendo la naturaleza reunido en vos cuantos bienes pueden desearse, pero ser aborrecida cosa es que no alcanzo a creer, a pesar de la experiencia que tengo de que los hombres se inclinan a no amar a los que los aventajan en perfecciones. p. 236

—Os declaro, señor cura, que no me ha picado vuestra primera proposición y, así, no procuréis paliarla con lisonjas: vuestro carácter se opone a ello; vengo de las puertas de la eternidad, donde todas las clases y estados se confunden y no he dado todavía con aquella ligereza que hace los cumplimientos preferibles a las instrucciones: si habéis descubierto en mí alguna cosa corregible, os ruego que apartéis a un lado esa urbanidad, que podría privarme de vuestros consejos, y que me habléis con el corazón en la mano. Un hombre como vos solo ha de tener por horroroso al vicio y la virtud desgraciada debe causaros compasión, y no merecer vuestra censura. Ejercitad en mí la autoridad que os da vuestra edad y estado, que os prometo docilidad.

Algo embarazado el cura, meditó algunos instantes su respuesta.

—Ya veo, señor, que dudáis de lo que os digo… bien está; para poneros, pues, en el caso de que obréis libremente, os dispenso de…

—Vuestra imaginación, señora, corre demasiado: conjeturáis lo que debo pensar y esto es raciocinar sobre una suposición… Cuando os di parte de mis reflexiones sobre la ceguedad y miseria humana, en general, estaba yo lejísimos de teneros por objeto de lástima. Cualquiera que os conozca ha de convenir en que poseéis cuanto se necesita para ser completamente dichosa, pero también en que os forjáis inquietudes y terrores de que está exenta hasta la misma ignorancia.

—Con dificultad concibo, señor cura, por qué exceptuáis a la ignorancia de inquietudes y de terrores; yo creía, al contrario, que debía ser tímida, pues careciendo de las necesarias noticias para precaver los riesgos, debía, por lo mismo, carecer de recursos para evitarlos.

—No digo, señora, que esté exenta de verdaderos males, sino que lo está de los resultantes de la imaginación, porque no supone cosas extraordinarias, no ve raptores en gentes que caminan sosegadamente y no se arroja al agua para imitar a Clelia.

—¿Conque opináis, señor cura, que me asusté sin motivo?

—Lo cierto es, señora, que nadie tuvo gana de robaros.

—Un eclesiástico, señor, ha de ser tan veraz que no asegure cosas dudosas; me parece que tan probable es el que os engañáis, como el que yo164.

—Atended, señora, a que nuestra conversación es una conferencia y a que es menester que haya relación directa entre las respuestas y las preguntas.

—Lo sé; os he preguntado si creíais que me asusté sin motivo. Respondisteis positivamente que sí y sobre esto hice una reflexión relativa a mi pregunta y a vuestra respuesta. Suele ser a veces permitido juzgar por las apariencias y ciertamente las había de que los que tomáis por caminantes fuesen raptores.

—¡Qué, señora! ¡Persistís en esa descabellada opinión!

—Nada se refuta con epítetos, señor cura; tenéis que probar que entregándome a mi temor, fundado o no, hice un absurdo. p. 237

—Os confieso, señora, que siento repugnancia a disputar con vos, no porque tema ser vencido, sino porque acostumbro a hablar a mis discípulos con aquella dureza de expresiones que la filosofía permite y temo, en el calor de la conferencia, faltaros al respeto que os debo… Si queréis disimular lo que pudiera decir, os probaré seguramente que os asustasteis sin motivo.

—Por muy cara que la verdad se compre, señor cura, es barata; lo disculparé todo y os ruego encarecidamente que entréis en materia.

—El miedo de un mal futuro, señora, ha de ser proporcionado al peligro y este se calcula o por la comparación o por las probabilidades: juzgamos de lo futuro por lo pasado y solo debemos amedrentarnos cuando vemos presentes las mismas causas que produjeron cualquiera mal. Cuando un capitán de navío, en una calma total, ve que se levantan nubes, aguarda una tempestad y la opone todos los recursos de su arte. Cuando un soberano levanta un ejército, sus vecinos se mueven y se preparan para no ser sorprendidos. Digo, pues, que son necesarias causas, cuyos efectos sean conocidos para hacernos temer un riesgo y nada advierto en unos viajeros que no os dijeron cosa alguna y que solo divisasteis a lo lejos, capaz de producir un terror semejante al que os puso a pique de ahogaros, que es cuanto hubierais podido hacer en el caso de haber intentado con vos alguna violencia. Fuera de esto, ¿ha sucedido jamás que una persona de vuestra clase haya sido acometida casi públicamente en presencia de otras tres mujeres? ¿Cabe en la imaginación que un hombre sea tan temerario que se exponga de este modo al suplicio o a la infamia? ¿Vense suceder cosas semejantes? ¿Hay en Inglaterra un solo ejemplo de un rapto de esta especie?

—Vuestras interrogaciones, señor cura, se multiplican de manera que necesito responder a ellas. Mi nacimiento no me puede preservar de las empresas de un temerario, pues aún las hijas de los mayores monarcas no han estado exentas. Si los que juzgué raptores no lo eran en efecto (porque sobre este punto rueda la diferencia de nuestras opiniones), privada de auxilios y sin un criado que me defendiera, ¿quién los hubiera impedido ponerme sobre un carro, llevarme a un desierto obscuro, encerrarme en un castillo circundado de bosques y montañas o, en fin, abandonarme en alguna isla desierta?

—Os protesto, señora, que tales proyectos hubieran tenido por obstáculo la imposibilidad. No hay en Inglaterra lugares incógnitos, castillos desiertos circundados de montañas y bosques, ni islas que no estén habitadas y, además, estáis en la parte más segura del reino y no es ciertamente aquí donde un raptor buscaría…

—Señor cura, nada se prueba negando y es menester, para destruir una probabilidad, oponer otra más fuerte. Puede afirmarse que hay un castillo en tal parte cuando se ha visto, pero no se puede asegurar que no lo hay, porque no se ha visto. ¿Puedo creer que la faz del globo terráqueo se haya mudado desde aquel tiempo en que ilustres heroínas experimentaron tantas desventuras? Las fortalezas –lo confieso– pueden ser destruidas por el tiempo, pero los lagos, selvas, cavernas y bosques siempre deben subsistir, y los hay indudablemente que vos no conocéis. Y si son menester ejemplos, ¿por qué no he de temer ser llevada como Clelia a una isla del lago de Trasimeno? ¿Por qué no he de temer ser robada, como Candaza, reina de Etiopía, por unos piratas y correr los mares contra mi voluntad? ¿No puede acaecerme el mismo accidente que envenenó la vida de Cleopatra? ¿No puedo temer las persecuciones que hicieron tan desgraciada la de Elisa? Finalmente, ¿no puedo temer los infortunios de Olimpia, de Bellamira, de Parisatis, de Berenice, de Almazonta, de Agiona, de Albicinda, de Placida, de Arsioné, de Deidamia y de infinitas otras que os nombraría si fuese necesario165? p. 238

—Los más de los nombres, señora, de que habéis formado vuestro catálogo no han llegado a mi noticia; conservo alguna idea de haber visto los otros en las obras cuya lectura suele alguna vez permitirse a los jóvenes para recreo de sus imaginaciones, pero no puedo ocultaros lo que me sorprende verlos representar un papel serio en una conversación como la nuestra. Habéis censurado uno de mis epítetos porque no lo encontrasteis delicado y yo debería quejarme, con más razón, de que oponéis a mis opiniones fábulas dadas a luz por escritores despreciables, para corromper el corazón y el entendimiento, y cuyo mal fin, no obstante, malograron por lo excesivo de sus absurdos.

—Pues yo, señor cura, he aprendido en esos libros (que conocéis tan poco y que, sin embargo, criticáis) a no retractarme de las condiciones que he propuesto. No censuraré, pues, la licencia de vuestras expresiones, que necesariamente deben pasar a los lectores desde los libros. He leído, señor cura, esas obras absurdas, peligrosas y corrompidas, y creo que ni han perjudicado a mi juicio ni a mi virtud.

El cura, a pesar de ser buen lógico, no había antevisto esta consecuencia. Era, pues, aquel el caso de ceder y lo hizo con el modo más respetuoso:

—Os aseguro, señora, que dais a mis palabras un sentido en que no he pensado; avergonzado estoy de haberme excedido y pido que me perdonéis estos instantes de acaloramiento.

—La satisfacción que dais, señor cura, es superior a la ofensa y, fuera de esto, siempre es apreciable quien tiene fuerza en su ánimo para convenir en qué faltó. Tengo, con todo, muchas penitencias que imponeros, porque soy algo vengativa. La primera es probarme que las historias que condenáis son ficciones; la segunda, que son absurdas y, la tercera, que son peligrosas.

Contentísimo quedó el cura de reconciliarse a costa de semejantes condiciones con una persona a quien verdaderamente quería, estimaba y veneraba.

—Voy, pues –dijo–, a cumplir mi primera penitencia, pero os confieso que estoy maravillado de verme con la sentencia de probar una cosa que jamás se ha mirado como sujeta a duda. Verisímilmente sabréis quiénes son los autores de los libros de que tratamos.

—Sí, señor, son franceses del inmediato pasado siglo; no me pico de puntualidad en las fechas, pero creo que pueden fijarse las de los sucesos que refieren a unos dos mil años antes sobre poco más o menos.

—¿Y cómo llegaron esos sucesos a los tales escritores?

—Por medio de actas, de memorias, de monumentos y de historias antiguas.

—Pero, ¿cómo puede ser que esas actas, memorias, monumentos e historias antiguas hayan estado sepultadas hasta el pasado siglo? ¿Quién las puso en manos de esos franceses? ¿Dónde estaban depositadas? ¿Por qué han dado únicamente con ellas los escritores obscuros? ¿Cómo se perdieron, en fin, de tal manera que nadie ha tenido de ellas conocimiento?

Arabela, pasados algunos momentos de meditación, hubo de confesar que las preguntas eran difíciles de responder; convino en que los autores deben indicar las fuentes de dónde sacan las noticias históricas y tuvo, además, por suficiente esta primera prueba, y le suplicó que pasase a la segunda. p. 239

—Tenéis, señora, lo estoy viendo, un juicio sanísimo y no podéis resistiros a la evidencia; y tenéis también un carácter muy veraz, que no os permite negar vuestro convencimiento. Emplearé, pues, los argumentos que me quedaban aún para este punto primero en demostraros lo absurdo de dichas obras, que es nuestro segundo… Son, pues, ficciones.

—Esperad un poco, señor cura: ¡no confundáis una suposición, acaso momentánea, con una cosa irrevocablemente concedida! Me guardaré bien de creer que una cosa no es porque no puedo probar que es. Como los raciocinios para convencer deben estar ligados, acaso encontraré en vuestra segunda prueba motivos de persuasión para la primera.

—Pues que me volvéis, señora, a nuestra primera cuestión, hacedme el gusto de decirme sobre qué fundáis vuestra opinión de que los libros de que hablamos pueden ser verdaderos; convenís en que las objeciones en contra son fortísimas: quedará, pues, demostrada su falsedad, siempre que no haya razón alguna que les sea favorable.

—Juzgo, señor cura, que toda narración que no se refuta por sí misma con sus absurdos puede ser creída. El amor al aprecio y a la estimación está harto generalmente arraigado en el humano corazón y, si naturalmente no lo está, lo adquiere a lo menos, por la experiencia y la razón. Nadie gusta de ser engañado y por eso se desprecian os engañadores. ¿Y qué hombre querría verse universalmente abominado por mentir al público? Probadme que puede tenerse interés en ser falso o dejadme creer que las relaciones en general son verdaderas.

—Puede creerse, señora, a un escritor que haya hecho las investigaciones convenientes para decir la verdad, deseoso de ser creído, pero ciertamente que no era esta la intención de los autores de que hablamos.

—Os engañáis sin duda, señor cura: un autor que no escribiese para ser creído no tendría objeto. ¿Qué placer puede disfrutarse en recitar hechos que nunca han sucedido? El objeto de la historia es instruirnos de los progresos del corazón humano y presentarnos modelos que imitar o de que huir. Cuando oímos decir algo que nos admira, profundizamos sobre si ha de creerse; cesa nuestro interés cuando hay duda y con mucha más razón cuando hay mentira. Probadme, pues, las tres cosas de que hemos convenido y os prometo no solamente olvidar mis libros, sino también mirar a los que los hicieron como impostores que me engañaron indignamente. ¡Ah, cuánto me pesaría entonces el tiempo que hubiese perdido!

—Shakespeare, señora, llama al volver en sí, el hijo de la integridad y del honor; no me debo maravillar del generoso partido que tomáis: pinta vuestra alma y me irrita contra esos autores que os robaron un tiempo de que sois capaz de hacer tan buen uso166… Es necesario, no obstante, considerar que la ficción no siempre ofende a la verdad. Tenemos un escritor admirable que, bajo el nombre de novela, supo dar sólidas instrucciones y trasladar a las almas de sus lectores una piedad muy austera, y, sirviéndome de la expresión de un hombre de talento, enseñó a las pasiones a obrar bajo el mando de la virtud. Las fábulas de La Fontaine no se hicieron para ser creídas y contienen, a pesar de eso, mucha sabiduría y una moral purísima167.

—Las fábulas, señor cura, son cosas increíbles, porque el absurdo se manifiesta por sí mismo: es evidente que los animales no se explican como los fabulistas fingen y que la verdad se envuelve en sus poemitas para hacerla más agradable; tienen un objeto, es verdad, pero no hay instrucción en historias contadas con la majestad histórica, si son falsas. p. 240

—Pues voy a convenceros, señora, de que las de que me habéis hablado tienen este carácter y veo, con gran placer mío, acercarse la hora de su destierro. Decidme, os suplico, ¿qué medio se debe emplear para la aprobación o refutación de un asunto oral o escrito?

—El de compararlo con otros testimonios, combinar las relaciones de las cosas y, en fin, examinar si todo es probable y está ligado necesariamente.

—No pido más, señora. Comparad, pues, las novelas francesas con las historias antiguas: en aquellas encontraréis infinitos nombres de que los historiadores no hablaron jamás, en ellas veréis que vuestros autores dividieron a su arbitrio la superficie del globo, que crearon palacios, y aun monarquías, en todas las partes en que las necesitaron para componer sus cuentos; los veréis mandar a la naturaleza como mágicos y distribuir, por donde les da la gana, rocas, montañas, desiertos, lagos e islas; y los veréis producir selvas deliciosas, bosques, cascadas e inundaciones: ved ahí las máquinas con que han forjado esas historias que habéis creído verdaderas.

—No lleváis intención de engañarme, señor cura: conozco que mi causa es insostenible, no argumentéis más sobre este punto y probadme que las tales historias son absurdas.

—La cualidad más peligrosa de la mentira –replicó el sabio cura– es la de parecerse a la verdad y únicamente se la puede refutar por la falta de relación que tiene con los hechos conocidos. No hay cosa más fácil que fabricar una historia y hacerla gustosísima, si se permite a la imaginación servirse de los medios empleados en los teatros para la representación de las piezas, como figurar un bosque espeso para esconder a un delincuente, sacar triunfante a la virtud y darla un trono imaginario por recompensa... Me acuerdo que, cuando dieron la enhorabuena al Ariosto por la magnificencia de sus palacios, contestó diciendo que la arquitectura de los poetas costaba poquísimo168… Pero volvamos a lo absurdo que he de demostrar. ¿Puede haber cosa que lo sea más que el encontrarse dos habitadores de las extremidades del mundo para tener algunos momentos de conversación; que el dar a un solo hombre la fuerza de mil; que el hacer dependiente la suerte de un ejército de un gesto, de una mirada, de una sonrisa y, en fin, el representar objetos conocidos bajo una forma que nuestra experiencia desmiente? El triste efecto de estas ficciones sobre las tiernas almas es cegarlas, hacerlas temerarias y retardar los progresos de la razón… Puede pasarse una vida larguísima sin ningún acaecimiento maravilloso. El orden establecido en las diferentes sociedades es causa de que las cosas sucedan con bastante regularidad. El valeroso, el cobarde, el fuerte, el débil, el hombre de talento y el necio, todos son arrastrados por una corriente, que llamo uso. Son estimados los unos, despreciados los otros y todo ello se verifica tranquilamente.

Arabela, que había oído al cura atentamente, se aprovechó del primer instante de silencio para hablar a su vez.

—Estoy inclinada a creer que vuestra mucha aplicación os ha quitado adquirir aquel uso del mundo en que estaban muy versados los autores que criticáis. No tengo todavía mucha experiencia, pero he advertido que la vida está sujeta a muchos accidentes y que diariamente suceden cosas nuevas e imprevistas… ¿Tenéis en nada, por ejemplo, mi aventura? ¿No debe clasificarse en los sucesos ordinarios el que una mujer, perseguida por un malvado, se precipite en un río huyendo de él?

—Señora –dijo el cura con gravedad–, no ha de darse como argumento un hecho que es el objeto de nuestra conversación y sobre el que pensamos diferentemente.

Arabela se sonrojó, no intentó disculparse y volvió al cura la libertad de continuar. p. 241

—¡No creáis, señora, que pretenda yo ejercer superioridad alguna, rogándoos que sometáis a mi decisión si los libros de que hablamos pintan bien o mal el teatro del mundo! Carecéis de experiencia y es la única ventaja que tengo sobre vos… Mucho tiempo ha que vivo y que ocupo un empleo público; mi obligación ha exigido que estudiase los caracteres de los que tenía que instruir; ni soy rico ni pobre y, de consiguiente, he podido entrar en todos los estados. Dígoos, pues, con conocimiento de causa, que vuestros autores franceses han creado un mundo nuevo y que no hay cosa más opuesta a la especie humana que los héroes y heroínas a su modo.

—Mucho temo, señor cura, que la comparación no sea favorable a la humanidad.

—Puede ser muy bien, señora, y eso lo juzgaréis cuando estuviereis en el caso de comparar: no quiero decidir una cuestión que puede afligir a un corazón puro como el vuestro.

—En caso semejante, el silencio de un hombre que gusta de alabar es una censura. ¡Plegue a Dios que nunca tengáis repugnancia a hablar de mí!... Pero pues no queréis alabar al género humano, ¿cómo probaréis que las historias que he leído son viciosas, cuando nos dan la idea de una raza de hombres superior a la de que está poblado el mundo?

—No es necesario decidir —replicó el cura— cuáles son los más perfectos, si los hombres verdaderos o los imaginarios; pero sí es cierto que los libros deben trabajarse para instruir y no para encender el fuego de las pasiones violentas, como el amor y la venganza, que son pasiones que conducen necesariamente a los desórdenes más grandes… Temo, señora, que me habéis, al fin, de graduar de sobradamente serio.

—No, señor cura: vuestros discursos me inspiran veneración y respeto. Permitidme que os diga que un hombre como vos se humilla más de lo que debe cuando llega a creer que no se le escucha con la mayor atención.

—Continuaré, pues, señora, representándoos que las obras que impugno afeminan y endurecen a un mismo tiempo el corazón; quiero decir, que lo disponen al amor y a la crueldad, que enseñan a las mujeres a exigir venganzas y a los hombres a ejecutarlas, que dan a las hermosas de vuestro sexo el deseo de ser adoradas y las hacen insensibles a los sacrificios prohibidos por las leyes divinas y humanas. Cada página de esos libros contiene alabanzas y obediencias que ningún mortal puede, sin estar loco, dar a otro de su especie. En ellos se ven batallas en que se sacrifican millares de hombres, sin otro objeto que obtener una sonrisa de una altiva belleza, que mira correr la sangre humana con serenos ojos. Es imposible leer tales obras sin estremecerse de horror o sin perder aquella ternura, que nos liga con toda nuestra especie. Y si, por haber salido al mundo con un carácter feliz, se preserva el individuo del orgullo y de la crueldad, es difícil que se preserve de adquirir el arte de entablar manejos ocultos, que es arte muy perjudicial a las buenas costumbres. El amor (mejor que yo lo sabéis, señora) es el único asunto de las heroínas y…

Sonrojose Arabela, conociolo el discreto cura y dejó de hablar por algunos instantes…

—Empiezo –continuó diciendo– a advertir que vuestros oídos se ofenden de mi método de discurrir; no hablaré más de lo que parece que os afecta y finalizaré las pruebas que os he ofrecido por otro diferente método. p. 242

—Es inútil, señor cura, bastante habéis dicho; siento que mi corazón se rinde a vista de la verdad. ¡Ay de mí! ¡Cómo no he podido ver yo misma esos cuadros que me pintáis con tanta naturalidad y valentía! ¡Perdí todo mi tiempo! Me pesa tanto como me duele y temo mucho haber estado cerca de los delitos de que me hacéis horrorizar.

—Pero, ¡qué, señora! –exclamó el buen cura haciendo un movimiento de espanto– ¡Será dable que, por agradaros, alguno haya quitado la vida!...

Conmovidísima, Arabela no respondió y vertió lágrimas.

—¿Sería posible –vaciló al preguntarlo– que tantas gracias, tanta amenidad y tanta gentileza se hubiesen manchado con sangre?

—No seáis tan pronto en juzgarme, señor cura –respondió Arabela, haciendo por reponerse–. Me estremezco al reflexionar que, obcecada por un fantasma de gloria, pensé en hacerme delincuente de ese crimen; pero, gracias al cielo, mi conciencia está limpia y tranquila sobre este punto.

Quedó el benemérito cura satisfechísimo de su dichoso éxito y, creyendo que una conversación tan larga pedía reposo, se despidió de Arabela y fue a dar cuenta exacta de lo que había pasado. El pobre Glanville, enajenado de puro gozo, abrazó muchas veces al discreto cura y tuvo ganas de arrojársele a los pies.

i discurrir] discurir.

163 ‘imponer su dictamen’.

164 ‘como el que lo haga yo’.

165 Clélie comienza precisamente relatando el episodio acontecido en ese lago del centro de Italia (Dalziel 416). Para la historia de Candaza, véase Cléopâtre III.2; y la protagonista que da nombre a esta novela y menciona Arabela resume todos los obstáculos o accidentes (en plural en el original inglés) a los que está sometido el amor de una heroína: la oposición paterna, los falsos testimonios o malentendidos y la pasión indeseada de rivales. Cleopatra ama a Coriolano, pero su padre Augusto quiere casarla primero con Marcelo y luego con Tiberio; Coriolano sospecha de la fidelidad de Cleopatra y a la inversa, como resultado de lo segundo; Artajes, rey de Armenia, la rapta, y Tiberio intenta hacer lo mismo. Lo acontecido al resto de heroínas mencionadas en este párrafo remite al mismo patrón de figuras femeninas que sufren accidentes de fortuna que dificultan y retrasan el éxito de sus historias amorosas. [Dalziel 416-417.]

166 La cita remite a Macbeth (IV.3), pero en contexto y con significado distintos, como aclara Dalziel 417: «Malcolm describes as “Child of integrity” the “noble passion” of rage with which Macduff attacks his prince for the many black vices to which he has confessed. What Macduff expresses is not, however, just resentment at a wrong done to himself» (417).

167 La referencia a ese «hombre de talento» parece remitir al texto que Samuel Johnson escribió sobre el novelista Samuel Richardson y publicó en el número 97 del Rambler (19/02/1751; Dalziel 417). Las fábulas de La Fontaine se publicaron en 1668 (primera parte) y en 1679 (la segunda).

168 La anécdota de Ariosto fue relatada por su hijo Virginio Ariosto (1509–1560) según indica Edmund G. Gardner en The King of the Court Poets. A Study of the Work, Life and Times of Ludovico Ariosto (Archibald Constable, 1906), p. 236 (Dalziel 417).