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Capítulo XVIII
Cortísimo y muy importante

Aumentose la calentura de Arabela tanto que los médicos desconfiaron de sacarla adelante y aunque la herida de Belmur no era mortal, la mucha pérdida de sangre constituía su estado peligrosísimo. El barón, temeroso de las consecuencias de aquel duelo, aconsejaba a su hijo que se ausentara del reino, pero Glanville protestó que moriría antes que abandonar a Arabela. Por desdicha su lance se había extendido y podía llegar a hacerse serio. El pobre padre, además de sus miedos, tenía que consolar a sus dos hijos y lo afligían con igualdad así la desesperación del uno, como el silencio de la otra. Arabela tenía sus instantes de sosiego, que consagraba a Dios con devoción muy ejemplar. Su constancia y resignación eran una prueba evidente de la elevación de su espíritu. Quiso ver varias veces a Glanville; nunca le habló más que de las verdades de la religión y le rogó que la proporcionara un eclesiástico ilustrado que la dispusiera a morir. Eligió Glanville al sabio cura L*** quien, dos veces al día, iba a darla santos y piadosos consejos. Una crisis dichosa, unida al arte de los médicos, desterró la calentura; pero había hecho tanto estrago que todavía no daba lugar a la esperanza. El cura L***, prendado de la virtud, de la firmeza y del valor de Arabela, la miraba con estimación y apego. Empleó cuantos buenos oficios estaban en su mano, en calidad de consolador espiritual; oró mucho a Dios por ella en la cabecera de su cama y sostuvo, lo más posible, aquella magnanimidad que promovía su admiración. Ya que empezó Arabela a convalecer, la enteró de la sensación general que había causado en Richemont su despecho y la suplicó que lo instruyese de los motivos que la habían determinado a quitarse la vida. Arabela contesto diciéndole que, hallándose en unas circunstancias semejantes a las de Clelia, había querido imitarla atravesando el Támesis a nado; añadió que el deseo de ilustrarse la había sugerido aquella idea; raciocinó juiciosamente sobre el amor propio; condenó al suyo y así sorprendió al cura por la fuerza de sus razonamientos como por la singularidad de sus quimeras. Creyó este, por algunos momentos, que todavía deliraba, pero, visto el orden que llevaba en lo que decía y lo terco de sus expresiones, se desengañó de que no era así. No pudiendo, pues, comprehender cómo podían conciliarse tanto juicio con tanta ridiculez fue a ver a Glanville, le dio parte de sus observaciones y acabó diciéndole que no había conocido persona ninguna más difícil de definir. Glanville pidió al cura que lo acompañara a su cuarto. Allí le explicó de qué procedían las contradicciones, le pintó los efectos que había producido en su prima la lectura de las novelas heroicas, lo conmovió por la narración de sus extravagancias y le hizo formar el proyecto de desprender la venda fatal, que tenía ante los ojos aquella estimable visionaria. Muchas gracias le tributó Glanville y le suplicó que aguardara, para dar principio a la curación, a que su salud estuviese mejor restablecida. El riesgo de Arabela había impedido a Glanville el atender a Belmur y ceñídolo a enviar dos veces al día a saber de su salud, sin haberlo podido visitar aún. Y así que los médicos declararon que su prima estaba fuera de peligro, no consideró cosa más urgente que el cumplimiento de aquella obligación. Belmur le tendió los brazos, contó de buena fe los medios de que se había servido para suplantarlo y acabó pidiéndole el olvido de todo. Glanville exigió únicamente de él que desengañase a Arabela de lo concerniente a la princesa de las Galias, después de cuya formal promesa se hicieron recíprocamente las protestas más amistosas.