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Capítulo IX
Amante severamente castigado

Como el marqués tenía proyectado unir a su hija con su sobrino, quiso saber lo que pasaba en sus corazones y se dio a estudiarlos separadamente. Vio, por una parte, los efectos de un amor vivísimo y, por otra, indiferencia, frialdad y aun disgusto. Observó que su hija rehusaba la conversación con Glanville y que mostraba mal humor cuando la dirigía la palabra, pero que la escuchaba con gusto cuando hablaba de cosas generales. La verdad era que Arabela hallaba en él mucho talento, pero no podía perdonarle el no conocer aquel respeto, aquella sumisión ciega, aquel lenguaje metódico y, en fin, aquel modo novelesco de expresarse, sin lo que no podía agradarla. Parecíala maravilloso (y se lo decía con frecuencia a su confidenta) que un hombre que reunía tantas buenas prendas ignorase el arte de amar con aquella finura y fervor que creía ella precisamente inspirar, y extrañaba que una imaginación florida produjese una conversación tan insípida cuando se trataba de amores.

—Y no digo esto –continuaba– porque desee ser amada de mi primo, pues el amor no reformaría sus modales y se iría haciendo más y más desapacible a mis ojos.

Bien examinado ya Glanville por el marqués, lo juzgó bastante prendado de su hija para confiar en que recibiría con gusto la proposición que tenía que hacerle. Llevole una mañana a su gabinete y allí, después de haberse informado de cómo estaba su corazón, le descubrió el proyecto de casarlo con su hija, dándola por dote la propiedad de todos sus bienes.

Recibió Glanville aquella muestra de amistad con unos extremos de gozo inexpresables; protestó que no conocía cosa más amable que su prima y que la profesaba todo el amor de que su corazón era capaz.

—Contentísimo quedo –le dijo el marqués abrazándolo–; esfuérzate a ganar el corazón de mi hija y cuando me asegures de su consentimiento, te doy mi palabra de que no se dilatará vuestro matrimonio.

No dio lugar Glanville a que le repitiera una orden tan apetecible. Dejó a su tío y partió, lleno de felicidad, a buscar a su prima, para darla parte del permiso que tenía de dirigirla sus obsequios. Estaba en el jardín acompañada de sus mujeres.

—Prima mía –la dijo con la apresuración que da el contento–, concededme el gusto de pasearme con vos a solas: ¿no podré lograr la satisfacción de hablaros sin testigos? p. 58

—¿Qué misterio puede haber entre nosotros que os haga desear una particular conversación?... Favor es que ninguno de vuestro sexo puede lisonjearse haber recibido de mí y os declaro que cabalmente sois uno de aquellos a quienes más difícilmente lo concedería14.

—No os comprendo, prima, porque está recibido que una señorita se pasee con un hombre de bien, sin lastimar las severísimas reglas de la decencia, y tengo más derecho que otro a este honor por la circunstancia de vuestro pariente.

—No es extraño que nuestras opiniones sean diferentes, pues hasta ahora no nos ha sucedido pensar de un mismo modo.

—Os ruego que no creáis eso, prima y señora mía, pues, a ser verdad que nuestros modos de pensar fuesen opuestos, era menester que me aborrecieseis tanto como os admiro y adoro.

Esta confesión, dicha con viveza y acompañada de un suave apretamiento de mano, indignó tan excesivamente a Arabela, que no pudo en algunos instantes pronunciar ni una sola palabra.

—¡Qué horrorosa violación –prorrumpió diciendo– de las leyes del amor! ¡Declararlo sin haberlo tenido oculto a lo menos un año! ¡Sin temblar! ¡Sin arrodillarse delante del objeto amado! ¡Y obrar contra las reglas! ¡Y llevar la osadía hasta mirar cara a cara a la que acaba de ofenderse! ¡Y no temer los rayos de sus miradas!...

No le fue posible a Glanville dejar de reírse de la pantomima que su prima representaba. Ella dio algunos pasos atrás, lo miró con desdén, levantó sus bellos ojos al cielo y con ademán de pedirle justicia.

Pero Arabela se volvió a mirar a Glanville y, como no viese en él aquel aire confuso que aguardaba, redobló su enojo...

—Si no os expreso –le dijo– los sentimientos que vuestra insolencia me inspira es por daros un testimonio más señalado de mi desprecio: vuestra pasión me envilece por el modo con que la declaráis... No esperéis perdón, ni volváis a presentaros delante de mí.

Y pronunciadas estas palabras terribles, se fue majestuosamente. Glanville moría de risa al ver cómo su prima recibía sus homenajes; pero, recapitulando cuanto le había dicho, halló sus expresiones tan duras que se le quitó la gana de reír. Como poco instruido de las fórmulas caballerescas, ignoraba la enormidad de su delito y no pudo atribuir el menosprecio de Arabela más que al orgullo que la daban su hermosura, riqueza y nacimiento. Acusaba a su tío de haberlo comprometido y quería partir sin despedirse de nadie. Pero una carta que Lucía trajo muy misteriosamente, desvaneció su proyecto. Decía así:

Arabela al hombre más atrevido del mundo
Manifestáis tan poca deferencia a mis órdenes que juzgo necesario reiteraros la que os di al separarme de vos. Para reparar la ofensa que me habéis hecho no tenéis que tomar más partido que el de no poneros nunca delante de mí. Si tenéis por oportuno el aprisionarme en mi cuarto, permaneciendo más tiempo en casa de mi padre, añadiréis la desobediencia al crimen que habéis cometido.
Arabela

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El sobre y estilo singular de esta carta tranquilizaron a Glanville. Persuadiose a que lo que había tomado por insulto era una chanza y se determinó a divertirse con ello. Representose de nuevo las expresiones de su prima y la seriedad de sus gesticulaciones, y se admiró de haber tomado las cosas tan a la letra. Preocupado con estas ideas, voló a la habitación de su prima. Hallábase esta de pechos sobre una ventana y con señales de mucha agitación. La vista de su primo la sobrecogió; huyó a su gabinete, cerró la puerta y le mandó imperiosamente que se retirase. Glanville, que continuaba persuadido a que se chanceaba, la amenazó con que descerrajaría la puerta y acabó diciendo, por bufonada, que pronto hallaría ocasión de vengarse. Arabela, que era incapaz de admitir bufonadas de esta especie, creyó que la cólera le sugería algún designio violento o que formaba el plan de robarla o que quería que estallasen sus furores con alguna empresa desesperada.

—Todo lo debo temer –decía a su criada cuando desahogaba su corazón con ella–. Todo lo debo temer de un hombre que no conoce los límites del respeto, que no tiene aquella timidez hija de un amor puro y delicado y que, despreciando mis órdenes, se atreve a presentárseme y finaliza con amenazarme.

—¿Declararé a mi padre –continuaba diciendo– la aversión que tengo a Glanville? No, porque sería irritarlo contra mí, sería exponerme a las empresas de un amante pérfido; es preciso evitar la suerte funesta que me amenaza, es preciso buscar mi seguridad en la fuga... Pero, ¿qué heroína perseguida abandonó jamás la casa paterna? Este es un caso nuevo y conozco que vacilo en mis resoluciones... No obstante, ¿hay alguna cosa más legítima que sustraerse a la tiranía de un padre bárbaro?...

Tales eran los razonamientos de esta bella visionaria cuando un acaecimiento imprevisto causó inquietudes mejor fundadas.

14 ‘ninguno de vuestro sexo puede lisonjearse de haber recibido el favor de hablar en privado conmigo’.