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Capítulo XX
Pintura de una beldad

—La nieve no es tan blanca como su tez: el miedo había amortiguado algo el encarnado de sus mejillas, pero la complacencia de verse libre avivó al instante sus bellos colores; su boca hechicera sobrepujaba a lo más perfecto que pudieron inventar y hacer todas las imaginaciones reunidas de los más celebrados pintores; no la faltaba más que la sonrisa del contento, un aliento tan suave como el del Céfiro se difundía cuando hablaba, sobre dos hileras de perlas simétricamente colocadas; los lineamentos de su rostro tenían cuanta regularidad puede pensarse106: el contorno de su cara formaba un óvalo perfecto, dos ojos más brillantes que dos estrellas deslumbraban al atrevido que osaba mirarlos: eran del color del cielo y no hacían movimiento alguno que no fuese expresión de algún afecto; una melena blonda y espesa coronaba su cabeza: los rizos desordenados de su pelo vagaban al descuido sobre su blanquísimo pecho; su talle era sobremanera airoso y, en fin, parece que la naturaleza estuvo, de intento, deleitándose en formarla. La admiración fue el primer efecto que hicieron en mí sus prendas, pero el segundo otro sentimiento más grato. Díjome la hermosa incógnita que su padre vivía a lo último del bosque y que lo juzgaba muy necesitado de auxilios, porque su robador había dejado gente armada para impedir que no lo persiguiera. Pedila que me condujese allá y la ofrecí sacrificar mi vida en caso necesario. La coloqué lo mejor que pude sobre el arzón de la silla de mi caballo, tuve la satisfacción de rodearla con mis brazos durante media hora. Llegamos al sitio donde fue robada y divisamos a su padre y a tres criados suyos peleando contra ocho hombres armados de todas armas. Puse en tierra a mi compañera y me metí con furor entre los combatientes: maté a dos de los enemigos de los dos primeros golpes y, animado con este triunfo, la emprendí con otros dos, que cayeron al instante muertos a mis pies. Los cuatro restantes huyeron y no creí decoroso el seguirles el alcance. La bella hija, que vio salvo a su padre, se abrazó con él, teniendo entretanto vueltos sus ojos hacia mí y, después de aquella expansión de cariño, se me acercó su padre, me llamó su libertador, el conservador de la honra de su hija y su ángel tutelar, y añadió a estas cordiales expresiones cuantas le pudo sugerir el agradecimiento que lo poseía. Díjome que era el barón Artagestes y que su hija se llamaba Filoniza, que un señor de la vecindad, prendado de su belleza, la había pedido en matrimonio y, no habiéndolo conseguido, se la había violentamente arrancado de los brazos en el bosque; que, para no ser perseguido, había dejado ocho hombres que lo impidieran y que ya él iba a ceder al número, cuando el cielo me envió para su libertad. Hecha esta narración, me rogó que no lo dejase, me sentó en su coche al lado de su hija y no cesó, mientras el viaje, de decirme cosas de mucha satisfacción. Por fin, llegamos a su casa de campo, que era muy vasta y de grandiosa arquitectura. Llevome mi huésped a una bella habitación y él mismo me quitó la coraza para ver si estaba herido. Poco después me tomó la mano y me acompañó al cuarto de Filoniza. Esta vista segunda completó mi derrota. ¿Os lo habré de confesar? Casi olvidé a Dorotea y a Sidimiris: el trato continuado con Filoniza aumentó mi amor hasta el grado de no poderlo ocultar. Conocí mi imprudencia e hice cuanto pude para amar callando; esta violencia me atormentó mucho: apoderose de mí una melancolía tenaz y mi fisionomía se alteró de manera que el barón me pidió encarecidamente que le confiase la causa. Callé, mas no pude hacer que callaran mis ojos. En fin, caí seriamente enfermo. El barón Artagestes, que no pudo descubrir mi secreto, dio a su hija este encargo. Entró un día con ella en mi habitación y se retiró unos instantes después con un ligero pretexto. Filoniza se acercó a mi cama con ademán afectuoso, yo la miré y ella bajó los ojos. «Por más placer que vuestra visita me cause, oh Filoniza, muy amable», la dije con débil voz, «más quisiera carecer de ella, que el que sufrieseis por mí la violencia menor». «Mortificadísima quedaría yo», me contestó con gracejo, «si el libertador de mi padre y mío llegase a tener dudas sobre mi agradecimiento; esta visita se reduce a pediros una gracia que mi padre desea que yo pida, esperanzado, unidamente conmigo, en que no nos la rehusaréis». «¡Una gracia, Filoniza hermosa! Mandadme, os lo ruego, y no dudéis de mi obediencia». «Pues decidme: ¿de qué procede esa melancolía, causa de vuestra enfermedad?». Un temblor involuntario me sobrecogió al oír esta pregunta; aumentose mi palidez y quedé en tenebroso silencio, fijos los ojos en Filoniza. «Advierto», añadió Filoniza, «que os agita mi pregunta... Haré lo posible con mi padre para que no vuelva a hacéroslas de esta clase». «No, señora, que seréis obedecida... Este desventurado que ha tenido la dicha de pelear por vuestra causa, se atreve a amaros. ¡Qué es amaros! Os adora, Filoniza divina, y como no se halla capaz de arrepentimiento, ha determinado morir para evitar el castigo que merece. Hacedme justicia en creer que nunca hubiera salido este secreto de mi corazón, si la obediencia que os prometí no me hubiera impelido a revelarlo». Dicho esto, no me atreví a levantar los ojos y esperé temblando la respuesta de Filoniza. Quedose esta en silencio: yo me aventuré a mirarla y vi en su cara las señales de una sorpresa, que me quitaron la esperanza de conseguir el perdón, aun dejando de existir.

106 Los lineamientos son «las partes y configuraciones del rostro» (NTLLE).