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Capítulo XVII
Explicaciones necesarias para la inteligencia de los dos capítulos precedentes

Para cumplir con lo prometido, abandonaremos, por algunos instantes a Arabela, casi moribunda, y la transportaremos al paseo en que se hallaba, cuando Glanville nos precisó a dejarla. Nuestra heroína, unidamente con sus dos compañeras (después de haber atravesado el Támesis en un barco) se paseaban a las orillas de este río. La señora *** y sus hijas hablaron mucho de cintas, de encajes, de modas nuevas, de las mejores modistas etc. Arabela, poco divertida con su conversación, las pidió permiso para ir a informarse de una incógnita desgraciada, que la había movido mucho a compasión. La señora ***, en extremo curiosa, quiso acompañarla, con pretexto de humanidad, y anduvieron largo tiempo sin cierto destino. Arabela buscaba las sendas menos trilladas, con la esperanza de que la llevarían al lugar solitario en que suponía que habitaba Cinecia. Era ya la caída de la tarde: la señora *** quiso volver atrás y miró su reloj con desasosiego.

—Estáis inquieta –la dijo Arabela–; ignoro el motivo de vuestra inquietud… ¿Tenéis algún aviso de que…?

En el mismo instante en que se abandonaba a lo impetuoso de su imaginación, alcanzó a ver a muchos hombres que iban a sus haciendas. Primeramente hizo sus efectos el temor, pero luego, entregada a su resolución, echó a correr desaforadamente hacia el río. Sus tres compañeras participaron maquinalmente de su susto y la siguieron. Arabela, creyéndose ya segura, se paró y dijo, con sosegado ademán:

—Demos gracias a la Providencia divina, que nos proporciona un medio heroico para librarnos de este peligro. Podemos inmortalizarnos y adquirir una gloria igual a la de Clelia; hagamos, para libertarnos de aquellos raptores que veis, lo que hizo dicha romana ilustre para sincerarse de los ultrajes de Sexto: si amáis vuestro honor, si aspiráis, como yo, a una gloria inmortal, imitad el ejemplo que voy a daros. p. 233

Acabada esta exhortación, se precipitó en el Támesis para pasarlo a nado. La señora *** y sus hijas dieron desentonadas voces. Roberto, testigo de aquella extravagancia peligrosa, llegó a buen tiempo para socorrerla; tirose al agua, asiola por la ropa y la condujo a la orilla, con todos los síntomas de la muerte. Apareciose a la sazón por allí un barco, llamaron al barquero y este pasó a todos a la otra orilla. Estaba todavía lejos el parque, pero el honrado Roberto cargó con Arabela y tuvo suficiente vigor para ponerla en su casa, donde empezó a dar señales de vida. Resta informar al lector de lo que puede parecerle obscuro en la otra aventura. Carlota había salido tarde de Londres con intención de pasar toda la noche con su prima. Al llegar a Richemont vio a una de las criadas de Arabela, llamada Débora, hablando con un hombre disfrazado, que conoció luego ser Jorge Belmur. Despertáronsela los celos y sospechó al instante que las gracias de su prima habían podido más que las suyas. Pasó en revista la conducta de Belmur y se persuadió a que la había chasqueado, por ser Arabela el verdadero objeto de su amor. Presentáronsela en la imaginación mil ideas de venganza. Llamó a Débora y la asustó con sus miradas y preguntas.

—Engañas a tu señora –la dijo– y te entregaré a su resentimiento si dudas un solo instante hablarme la verdad.

Atemorizada la doncella, confesó que Belmur la había dado mucho dinero, que lo veía con frecuencia y le informaba de cuanto podía importarle; que, en aquel mismo día, la había suplicado que le proporcionase una conversación con su señora y que, sabiendo que Glanville estaba ausente, le había ella introducido en el parque, donde ciertamente la encontraría.

—¡Y qué! –replicó Carlota agitadísima–. ¡Está Belmur en el parque aguardando a mi prima!

—Sí señora, pero iré a decirle que no espere más. Si os dignáis de perdonarme, os protesto que será esta la última vez que la hablaré.

Carlota, que había ya resuelto, no solamente prometió a Débora el perdón, sino una recompensa, con tal que la procurase una conversación con Belmur, bajo el nombre y vestido de Arabela. La moza la aconsejó, sin vacilar, que se pusiese uno de los velos de su ama y que no fuese a encontrarlo hasta muy caída la tarde. Prendadísima Carlota de la estratagema, se felicitó de tener ya un medio seguro para convencerse de la perfidia de su amante y reprochársela, sin que pudiera justificarse. Débora la indicó el paraje en que Belmur estaba oculto; fue luego a traer un velo y Carlota aguardó, con impaciencia, a que cayera más la tarde para ir a buscarlo. Acababa Belmur de ponerse a los pies de Carlota y aún no había dicho la cuarta parte de lo que estudiado traía, cuando llegó Glanville a interrumpirlos del modo que ya hemos contado.