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Capítulo XVII
Rasgo generoso

—Como se aumentaban mis pesares con los pasos que iba dando, conocí serme imposible la separación de la hermosa Sidimiris y me determiné a ocultarme en el pueblo; asegurome mi guía que no era imposible y, con un regalo considerable, lo obligué a serme propicio. Púsome en seguridad, fue a buscar una habitación, me llevó a ella con muchas precauciones y me proporcionó un vestido sencillo, porque el mío era sobradamente magnífico. Pasé por pariente suyo en la casa que me buscó y me recibieron con agasajo. Como necesitaba yo un confidente, di parte a mi conductor de lo que amaba a Sidimiris y le dije los motivos que no me permitían separarme de ella. Me prometió sigilo y darme cuenta exacta de cuanto pasase en el palacio de Marcomiro. En efecto, me aseguró al día siguiente de que todavía se ignoraba mi fuga. Algún tiempo después me notició que Sidimiris lo había enviado a llamar y héchole mil preguntas sobre mi persona, y añadió que estaba triste y que mudaba de color siempre que pronunciaba mi nombre. Estas noticias dieron bien que trabajar a mi imaginación: interpreté a mi favor la melancolía de Sidimiris, pues no se os esconde, señora, cuán industrioso es el corazón de un amante en esto de alimentar sus esperanzas. Pasáronse ocho días sin que me viniese a ver mi confidente; vino, al fin, pero tan apesadumbrado que me estremecí. «¡Ay, señor!», me dijo, «el príncipe ha descubierto vuestra fuga y sabido los medios buscados para daros libertad. Sidimiris está encerrada en su habitación, cargada de horrorosas imputaciones y, en fin, no os puedo ocultar que su vida…». Desmayeme al oír esto, pero la resolución de salvarla fue lo primero que me ocupó al recobrar mis sentidos. Tojares (así se llamaba mi confidente) volvió a informarse de lo que sucedía. Vestime entonces lo mismo que cuando estaba prisionero y me dirigí presuroso al palacio de Marcomiro. Hallábase a la sazón en el cuarto de su hermana y allá me dirigí. Estaba aquella beldad incomparable recostada sobre una especie de sultana y Zamira a sus pies, mezclando las lágrimas que vertía con las de su señora. El príncipe se paseaba enfurecido por una pieza inmediata, exhalando su indignación. Me arrojé a los pies de Sidimiris; ella gritó con el susto y seguidamente me significó, con sus miradas recelosas y lánguidas, las inquietudes que la causaba. «Vengo», la dije, «a cumplir lo ofrecido, vengo a morir en vuestra defensa y tendré, a lo menos, la dicha de convenceros de que estimo menos mi vida que vuestra tranquilidad». Iba Sidimiris a responderme cuando Marcomiro, movido por el grito de su hermana, entró: quedóseme mirando con admiración, pero de allí a un momento se retrataron en su rostro el placer, la crueldad y la venganza. «¿Conque no me engaño?», preguntó con amarga sonrisa. «¿Conque vuelvo a ser dueño de mi enemigo?». «Porque así lo quiero», le respondí. «Vengo a ponerme en tu poder para destruir las imputaciones odiosas que forma la osadía contra la más respetable princesa: sabe que a nadie debo mi libertad y que la conservaría si quisiera: esta espada, que te ha dejado vida bastante para que desees la mía, pudiera todavía quitártela, si no fuera porque ciertas consideraciones me estorban el…». «¡Ah, traidor!», exclamó Marcomiro. «No pienses ablandarme con esa humanidad fingida: eres mi prisionero y no te me escaparás ya...». «Aún no lo soy, pero, a fin de que puedas disponer de mi vida a tu arbitrio, he aquí mis armas». «Poco me importa que te rindas por voluntad o por fuerza: estás en poder mío, y voy a darte a conocer hasta dónde puede llegar mi resentimiento… Llevadlo de aquí», dijo a sus gentes. «Metedlo en la prisión más obscura y con la vida me responderéis de su persona». Rechacé con desprecio a los que iban a poner en mí las manos, hice una atenta inclinación a Sidimiris y seguí a mis guardias hasta el calabozo, que era horrible, pero que me pintó risueño y delicioso la satisfacción de haber dado a Sidimiris un testimonio de mi amor.