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Capítulo XI
Renuévase una equivocación y aclárase otra

Arabela, que vio a su tío venir, procuró evitar su conversación; pero este avivó el paso y la alcanzó.

—¡No te escaparás, sobrina mía! –la dijo, tomándola una mano.

Arabela, cortada, lo miró con miedo y con desvío.

—Soltad mi mano, señor, y no me forcéis a olvidar el respeto que os debo y a castigar el insulto que me hacéis.

Maravillado el barón, soltó la mano, fijó los ojos callando en su sobrina y luego la preguntó si era a él a quien se dirigía el término de insulto.

—Ciertamente que sí –replicó Arabela– y me mortifica mucho la precisión de haberlo de usar.

—Pídote que me digas, sobrina, ¿qué motivo te mueve a propasarte conmigo de ese modo?

—Sois hermano de mi padre y conozco el respeto que este título aconseja. Siempre que os limitéis a él, encontraréis en mí cuantas consideraciones os son debidas.

—Nada de eso entiendo y quisiera que me dijeses de que estás resentida, en términos menos ambiguos.

—Mejor que yo podéis conocer la especie de ofensa de que me quejo, porque no me parece decente revelar lo que la honestidad no permite sufrir.

—¡Por Dios santo! –exclamó encolerizado el barón–. ¿Qué es lo que quieres decir? ¿Has jurado volver locos a cuantos te rodean?

—¡Ay, tío! No permitáis que una pasión ciega vulnere para siempre vuestras virtudes.

—Sosiégate, sobrina: soy dueño de mí mismo, pero sí creo que, en mi lugar, pocos tendrían tanta paciencia debida solo al tierno afecto que te tengo.

—No digáis más, os lo suplico; llevad a otra parte esos afectos odiosos y dejad de perseguir a una sobrina que se reprende únicamente la flaqueza de compadeceros.

—¡Dios eterno! –gritó el tío, dando algunos pasos atrás–. ¡Cuánto compadezco a mi hijo! ¡Qué no diera yo porque estuviese enamorado de una criatura tan ridícula! p. 146

—No creáis que vuestro hijo sea para vos un obstáculo: os juro que del mismo modo pensaría si no existiese.

—No creí, sobrina, que mis procederes hubiesen merecido el odio y el desprecio que expresas con tanta libertad; mas pues ello es así, dejo tu quinta y te entrego a tu ingratitud.

—¡Ah, no! No me acuséis de ingrata: pongo por testigo el cielo de que jamás entró en mi corazón ese vicio. Si no hubiérais olvidado que era vuestra sobrina os hubiera mirado siempre como un segundo padre, que debía suplir la pérdida del que me dio el ser; pero una vez que la providencia dispuso que no tuviese yo este consuelo, me someto a sus decretos resignada: partid, pues, tío sobradamente infeliz –añadió vertiendo lágrimas–, partid y ¡ójala que, con la ausencia, recobréis vuestra tranquilidad! Cuando me deis pruebas de haber triunfado de los sentimientos que nos hacen mutuamente infelices, estad cierto de que hallaréis en mí consideraciones, miramiento y veneración.

Acabó de hablar así, se separó de su tío y lo dejó admiradísimo, de manera que estuvo algún tiempo en ademán de muy apesadumbrado y tan absorto que no oyó la voz de su hijo, que llegaba a saber el resultado de la conversación.

—¿Conque, padre mío –preguntó Glanville–, he hecho algunos progresos en el corazón de mi prima? Sin duda acabáis de hablarla de nuestro matrimonio.

—Te pido, hijo mío, que no vuelvas a hablarme de Arabela, porque es tan indigna de mi ternura como de tu amor.

Al oír esto Glanville, quedó pasmado: saliole al rostro la pena y la sangre que de sus venas se retiraba era anuncio de un movimiento violentísimo en su corazón.

—Estoy pesaroso –continuó el anciano– de que ames a una mujer tan ridículamente caprichosa. Si llegase a serlo tuya (que aún lo dudo) preveo que serás el hombre más desventurado; créeme, hijo, no pienses más en ello, conténtate con lo que mi hermano te dejó, que estos bienes, juntos con los míos, te pondrán en el caso de encontrar una mujer que, acaso, se glorifique de ser tuya.

—No conozca ninguna*, padre y señor –replicó Glanville suspirando–, capaz de borrar de mi alma el amor que tengo a mi prima: me lisonjeaba de que empezaba a amarme... Por Dios, decidme lo que entre vos y ella ha pasado y cuáles son sus motivos de repulsa o sus razones.

—¡Razones! Tan imposible es hallar razón en ella como hacérsela entender: cuantas* veces he querido hablar de ti me ha interrumpido con frases obscuras y misteriosas de que nada he podido comprender.

—¡Ah, padre! Supuesto que no se ha explicado, todavía no debo desesperar.

—Pero me ha dicho cosas que me han parecido muy impertinentes, aunque no las he entendido; en fin, su modo de portarse conmigo me repugna tanto que ni quiero vivir más tiempo con ella ni entender en sus negocios.

—Suspended, porque os lo ruego, vuestro resentimiento: aquí hay alguna equivocación; tiene mi prima, es cierto, un carácter muy raro, pero también un alma honrada y sensible. Voy a buscarla y a procurar ponerlo todo en claro. p. 147

—Haz lo que quieras, hijo mío, pero preveo que tus diligencias serán inútiles. Su cabeza está trastornada, no se la debe entregar el manejo de sus bienes y conozco que, cargándome con este manejo, tendré disgustos.

Persuadido, pues, Glanville a que su prima tenía culpa, no intentó justificarla. Acompañó a su padre a su cuarto y fue a ver a Arabela. Tenía esta apoyada la cabeza sobre una de sus manos y los ojos fijos sobre un libro abierto. Alegrose Glanville de encontrarla sola, la dio disculpas de haberla interrumpido y se sentó a su lado. Cerró Arabela su libro, notó agitación en los ojos de su primo y mostró deseos de saber la causa.

—Acabo de dejar a mi padre inquietísimo por algunas proposiciones que os ha oído; teme haberos agraviado e ignora sus culpas.

—¿Os ha informado vuestro padre del asunto de nuestra conversación?

—Sé lo que tenía que deciros, si hubierais usado la bondad de escucharlo: era cosa relativa a mí.

—¿A vos? ¡Pobre Glanville! ¡Cuánto compadezco vuestra ciega credulidad! No soy la que debo desengañaros, pero sí la que debo daros un consejo... Creedme: nunca confiéis vuestros negocios a persona interesada en abogar mal por vuestra causa.

Contento quedó Glanville con saber que la desavenencia entre su padre y ella procedía de una sospecha que le era favorable; asegurola de que nada anhelaba tanto su tío como merecer su estimación y que su objeto, en procurar hablarla a solas, no era otro que manifestarla lo mucho que deseaba darla el título de hija. Como Glanville conocía tanto el carácter de su prima, no se atrevió a hablarla naturalmente y usó de rodeos y de astucias. Arabela, no queriendo confesar lo que pensaba del anciano, respondió fríamente: que deseaba que así fuera, pero que dudaba de la sinceridad de su tío hasta que tuviese pruebas de ella. Impaciente Glanville de noticiar a su padre el error en que estaba, corrió a buscarlo.

—¿Es posible, hijo mío –le dijo el anciano, así que le hubo enterado– que fuese tan loca tu prima que creyese que yo la proponía otro marido que tú? ¿Qué razón tiene para forjarse semejantes quimeras?... Piensa unas extravagancias que disgustan mucho, pero es uno de los mejores partidos de Inglaterra... la pobre muchacha tenía razón para enfadarse si tal cosa creía; me acuerdo que lloró cuando la dije que me ausentaba y, no obstante, tuvo valor para conformarse... ¿Podía yo adivinar tal pensamiento? Voy, hijo mío, a reconciliarme con ella.

Fue en efecto a buscarla.

—Sobrina mía, vengo a disculparme contigo de haberte, sin intención, inducido a creer que...

—Vuestro proceder es sobradamente humilde: sois mi tío y no debo permitir sumisiones de parte vuestra; este título os dispensa de disculpas.

—Te protesto que nunca he…

—De todo me olvido, tío y señor: no recapitulemos nada. ¿Puedo, en fin, esperar que...? ¡Ay, cielos! ¿Tendréis aun presunción para alimentar una esperanza que la naturaleza y las leyes desaprueban? No, no esperéis cosa alguna.

—El demonio anda en esto –dijo entre dientes el barón–. Te juro, por lo más respetable y santo que hay en el mundo, que quería hablarte en favor de mi hijo. p. 148

—¡En favor de vuestro hijo! En fin, sois justo, pero ¿persistiréis?

—A fe mía, sobrina, que renuncio al intento de convencerte, porque es imposible.

—No, tío mío, no lo es: mis deseos, de acuerdo con lo que me decís, contribuirán a persuadirme.

Iba el barón a abrir la boca, pero Arabela lo interrumpió diciéndole:

—Tío, hay casos en que el silencio prueba más que las palabras: creedme y elegidlo.

Irritose el barón de una orden tan seca de parte de su sobrina y ya iba a salir de malísimo humor cuando avisaron que estaba la sopa en la mesa. Arabela, entonces, con graciosa sonrisa, le presentó la mano y lo acompañó hasta la sala de comer, donde estaban Belmur, Carlota, y Glanville.

i Elimino la coma después de la partícula negativa del comienzo que aparece en el original y mantengo la forma verbal en subjuntivo: creo que hay que entender la frase de Glanville como un desiderátum: ‘que no conozca a ninguna capaz de borrar de mi alma…’ Tanto el original inglés (V.5) como la traducción francesa (II.iii.14) apoyan esta lectura.

ii cuantas] cuántas.