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Capítulo XIV
Visita misteriosa

Con impaciencia aguardaba Arabela el instante de ir a verse con su princesa. A cada momento miraba al reloj con tan conocida inquietud, que Glanville se sorprendió y se le aumentó la sorpresa cuando Arabela salió con aire misterioso pidiéndole que no la siguiera. Glanville, confusísimo de lo que veía, se escapó por una puerta falsa, observó que Arabela iba hacia el bosquecillo y no la perdió de vista. Pocos instantes después se llegaron a ella dos damas. (Eran la princesa y su asociada, que convidaron a Arabela a narrar sus aventuras). Nuestra heroína no se hizo de rogar y fue nombrado Glanville como el más celoso y fiel de sus adoradores. Cinecia la felicitó por tener un amante que merecía su estimación y manifestó deseos de ver a un hombre tan dichoso. Arabela, que divisó desde lejos a Glanville, la dijo que su curiosidad podía satisfacerse.

—¡Vedle cabalmente allí! –exclamó señalando hacia él con el dedo.

Miró la princesa a Glanville, dio un grito y cayó desmayada entre los brazos de Arabela. Corrió Lucía y ayudó a su ama a socorrerla. Cinecia abrió penosamente los ojos y los fijó en Arabela.

—¡Ah, señora! –la dijo–. No os maraville mi sorpresa y mi dolor: vos sois la amante del ingrato Ariamenes.

—¡Cielo santo!... ¡Qué me decís!... Pero, ¿no os engañáis?

—¡Ay, señora! Nunca padece el corazón tales equivocaciones... Ese a quien llamáis Glanville es el Ariamenes que me ha engañado. Adiós, señora: me es odiosa su vista en este instante y voy a librarme de ella para siempre… No temáis tener una enemiga en vuestra desventurada competidora, porque nunca podré aborrecer a la sin par Arabela y voy a hacer cuantos esfuerzos son imaginables para dejar de querer al infiel Ariamenes.

Pronunciando estas palabras, tomo Cinecia el brazo de su confidenta y huyó con la mayor celeridad. Nuestra heroína, poco noticiosa hasta aquel momento del estado de su corazón, quedó pasmada de experimentar infinitas sensaciones, cuyos efectos nunca había conocido. Puso negligentemente la mano sobre el hombro de Lucía y dio libre curso a sus lágrimas. Glanville, que la oyó sollozar, se arrimó con expresión y la preguntó el motivo de su pena. Arabela clavó por algún tiempo los ojos en él, sin responderle, y luego, dirigiéndose a Lucía, la dijo majestuosamente:

—Manda a ese traidor que se quite de mi presencia y hazle saber que toda su sangre no basta para lavar la injuria que me ha hecho ni para minorar mi indignación –y luego, volviendo la espalda, se retiró a su casa a toda priesa. p. 227

Maravillado Glanville, quiso ir tras de ella, pero Lucía se le puso delante llamándolo traidor.

—Esto es cosa nueva –dijo–. ¡Qué demonios quiere esta muchacha!

—Señor, os ruego que me dejéis cumplir con las órdenes de mi ama, porque las voy a olvidar, si no me las dejáis decir hasta el cabo: aguardad… traidor…

—Eso ya me lo has dicho.

—Sí, señor, pero hay sangre y lavado… y que no volváis a poneros delante de ella…, porque la sangre disminuida por la injuria que habéis hecho… y lavada por la indignación… ¡Ay, mi Dios, que todo lo olvidé!

—No importa, hija, que iré a buscarla y acaso sabré…

—¡Oh, no, no hagáis eso! Se enojaría mi señora; voy a suplicarla que me repita lo que me dijo y volveré a decíroslo.

—¿Qué tiene tu ama? Estaba afligidísima.

—¡Oh, sí! Pero no me ha mandado que hable de eso: ha llorado muy de corazón y yo también, mas no sé por qué.

—Pues siendo así, ve a buscarla y vuelve a repetirme sus expresiones, si te lo mandare: en mi cuarto estaré.

Aunque impacientísimo Glanville de descubrir aquel misterio, no fue en seguimiento de Arabela por no representar alguna escena ridícula delante de sus criados y procuró proporcionarse una conversación particular con su prima.

Volviose Arabela a casa con tanta ligereza que no pudo alcanzarla Lucía. Metiose en su cuarto y se entregó de nuevo al amargo pesar de verse engañada por Glanville. Sus monólogos eran interrumpidos y semejantes a los de Mandana y Clelia. Así que entró Lucía, púsosela nuestra heroína a mirar con modo dominante:

—¡No vengas –la dijo– a pedirme el perdón de un ingrato, a quien todavía echa menos mi debilidad!

—¡No, señora; os aseguro que no!

—¡No vengas a pintarme sus lágrimas ni su despecho, porque sabe fingir!

Glanville, que había seguido a Lucía, entró en aquel instante.

—¡Os atrevéis a poneros a mi vista, habiéndooslo yo prohibido y con el oprobrio que os cubre!

—Prima mía querida, ¿qué reproche tenéis que hacerme? ¡Por Dios que no me dejéis en el estado cruel en que me habéis puesto!

—Preguntad a Ariamenes cuál es el delito de Glanville: quien engañó a Cinecia puede responder a la pregunta que hace el traidor amante de Arabela.

—Os juro, prima, que no entiendo una palabra de lo que me decís. p. 228

—No abusaréis más de mi credulidad… Tembláis al oír el nombre de Ariamenes, y no podéis escuchar sin confusión el de Cinecia.

—Decidme qué significa esto: ¿qué tienen que ver conmigo Ariamenes y Cinecia?

—¡Falso! ¡Finges ignorar tu crimen! ¿Crees que Ariamenes pueda ser un pérfido y Glanville un amante fiel?

Glanville, que no la había oído nunca delirar tan ridículamente, creyó, de buena fe, que había perdido el juicio; mirola con la más tierna compasión y Arabela le dio a entender, con una seña, que se fuera.

—No puedo dejaros, amada prima, sin justificarme: nada he hecho que pueda desagradaros y quisiera que os explicarais claramente para que me fuese posible sacaros del error en que estáis.

Arabela, que hasta aquí había luchado con los movimientos de su corazón, no pudo ya refrenarse más; reiteró a Glanville la orden de irse y luego se arrojó sobre un canapé soltando la rienda al llanto. Glanville, verdaderamente enternecido, se arrodilló delante, la tomó una mano y se la besó.

—Mi muy amada prima, decidme, en el nombre de cuanto más os importa en este mundo, qué es lo que os aflige… ¿Soy yo la causa de vuestro amargo sentir? ¡Piadosos cielos! ¿Habré yo podido ofenderos?... Hablad, prima mía… ¡dadme a conocer mi delito y después muera yo a vuestros pies para expiarlo!

—¡Pérfido! ¡Te atreves a persuadirte que pueda ser perdonada la ingratitud de Ariamenes! ¡No, no! ¡Nunca más recibiré los homenajes de un corazón que debe ser de Cinecia! Mas haré: la vengaré del inhumano Ariamenes.

—¡Pero, señora*, quién diablos son ese Ariamenes y esa Cinecia! ¿Por qué, si ellos son los delincuentes, he de padecer yo el castigo? ¡Por los cielos que no atormentéis vuestra imaginación!... Os certifico que Ariamenes y Cinecia son dos seres quiméricos.

—El crimen de Ariamenes y el de Glanville son uno mismo; el uno se ha hecho indigno de la princesa de las Galias y el otro merece el desprecio de Arabela. ¡Salid de mi presencia y no me ofrezcáis más vuestro amor! ¡Para siempre os destierro del corazón mío!

—¡Ay, prima! Por Dios, una palabra… una palabra no más… ¿Quién es ese Ariamenes?... ¿Soy yo?... Os han engañado seguramente… Decidme, prima mía, que os lo suplico con ansia…, decidme… ¿Soy yo Ariamenes?

i señora] señor.