Índice

Capítulo VII
Siguen las contraposiciones

Quedaron sorprendidísimos Silven y el barón, así de las expresiones de Arabela como del modo de retirarse. Glanville se quedó cortado y Carlota, advirtiendo a su hermano cerca de ella, dijo a media voz a Silven que, sin duda, antes de partir, volvería a despedirse. No pudo Silven dejar de reírse, a despecho de su gravedad. Glanville se disgustó mucho, pero no pudiendo enojarse sin ser injusto, eligió el irse. El barón se quedó disertando sobre las extravagancias de su sobrina y Carlota hizo cuanto pudo para ponerlo de mala fe.

Desaprobó el barón la maligna intención de su hija y recapituló muchísimos instantes en que Arabela había hablado (según él se explicaba) tan sabiamente como un ministro. Silven convino en que tenía un fondo inagotable de erudición, una memoria maravillosa y unos conocimientos extensísimos, y de allí a poco se fue volviendo a protestar que jamás había hecho declaración alguna indiscreta. Entretanto nuestra heroína estaba entregada a sus meditaciones y dio orden a Lucía para que examinase el estado en que se hallaba Silven y le diese los consuelos que estuviesen en su mano. Bajó Lucía, entró en la sala con ademán cuidadoso y miró hacia todos lados sin hablar palabra. Preguntáronla padre e hija qué buscaba.

—Busco al señor Silven para darle los consuelos que estén en mi mano.

—Está bien, muchacha; dile a tu señora que Silven no necesita consuelos.

—¡Ay, cielos! –exclamó Arabela al oír esto–. ¡Habrá puesto él mismo fin a sus desventuras! ¡Cuán desgraciada soy! ¡Belleza cruel! ¡Fatal rigor!... Pero, ¿por qué me he de afligir tanto? ¿No pereció por Pantea el infeliz Perinto? ¿No causaron los rigores de Barsina la muerte de Oxiartes? ¿No determinó a Orondates a atentar contra su propia vida la severidad de Estatira? Anda, Lucía, mira qué ha sido de él143...

Bajó segunda vez Lucía, más afligida que la primera y preguntó sollozando si había ya muerto Silven. El barón, sin entender lo que oía, dijo a Lucía que avisara a su ama que bajase al instante.

—Vengo –dijo la heroína a su tío– a informarme de si es todavía tiempo de perdonar al desdichado Silven, para que parta en paz.

—Sobrina mía, algo tarde has venido, pero consuélate que ha marchado muy en paz.

—¡Cómo! ¿No existe ya?

—Pero…, pero… sobrina, ¿qué es lo que dices?... Me sorprendes extraordinariamente… ¿Te chanceas, por ventura? p. 210

—No me chanceo, por cierto.

—Esto es ya demasiado, sobrina: ¿sabes que tus proposiciones me cansan? Dices más de lo necesario para creer que estás…

—Me hacéis injusticia, tío, si me sospecháis capaz de alguna flaqueza: ¿qué diríais, pues, si hubiera sostenido su cabeza sobre mis rodillas y derramado lágrimas y, en fin, si hubiese?...

—¡Dios mío! –prorrumpió el barón, levantando las manos al cielo–, ¿viose nunca semejante delirio?

—¿Pues qué dudáis que los haya habido como estos? Si lo dudáis es señal de que nunca oísteis hablar de la princesa de Media144.

—Si tal he oído, el demonio me lleve.

—Permitidme, pues, que os diga lo que hizo por el príncipe de Asiria.

—¡Dios de mi alma! –dijo Glanville con vehemencia–. ¡Dadme sufrimiento porque no puedo más conmigo!

Arabela, resentida, lo miró con orgullo y le preguntó si había algo que le desagradase en lo que ella acababa de decir.

—En verdad que sí, prima mía, y en tal manera que no alcanzo a expresároslo.

—Siento por vos, ya que vos no lo sentís, que seáis menos generoso que Ciro.

—Eso es, prima: apretad el cordel y sacadme fuera de mis casillas; parece como que habéis jurado precisarme a que os falte al respeto que os debo para después ahorcarme145.

—¡Ahorcaros! Glanville, ¿habéis perdido el juicio? Ningún héroe habló jamás de ese género de muerte…, pero decidme la causa de una desesperación tan pronta y tan violenta.

Como Glanville nada respondía, continuó así Arabela:

—Bien que yo no me crea obligada a daros cuenta de mi conducta, no habiéndoos permitido esperar otra cosa, cuando más, que mi buen afecto... Con todo, quiero descender hasta justificarme: sabed, pues, que la compasión con que miro a Silven tiene su origen en la bondad de mi corazón, de modo que, si él viviera, lo miraría con total indiferencia o, acaso, con desprecio... No os dejéis, Glanville, arrastrar de unos injustos celos, pues, si me amáis verdaderamente, no podréis formar sospechas injuriosas a mi reputación… Y sabed también de mí que el ser suicida es una falsa imagen del valor y un delirio producido por el miedo; porque, si fuese efecto de la valentía del ánimo, bastaría este mismo principio para sobrellevar los males con paciencia. La esperanza es el único y último recurso de un alma débil, y así que la pierde se le atreve la desesperación. En fin, el golpe fatal con que un cobarde se quita la vida le parece menos terrible que el mal que teme.

143 Estos tres ejemplos de amantes que enferman o mueren ante la severidad de las mujeres a quienes aman sin ser correspondidos remiten, respectivamente, a Artamène V.1, Cassandre V.3 y Cassandre I.6 (Dalziel 410-411).

144 Se refiere a Mandana.

145 ‘como que habéis jurado obligarme a’.