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Capítulo V
Aunque terminada la aventura, parece que todavía promete algo

Lucía empezaba a creer que había en aquel asunto más de lo que ella imaginó primeramente. Hervey no la había parecido enfermo, mas era tanta la confianza que en su ama tenía, que se determinó a llevarle inmediatamente el recado. Fue a casa de su hermano pensando hallar allí a Hervey; no lo encontró y lo envió a llamar. Guillelmo (así se nombraba el hermano) admitido a la confianza pensó que había que dar alguna buena noticia y no se descuidó en la diligencia. Supo que Hervey estaba en cama y que no quería ver a nadie. Aquella nueva espantó a Lucía y dio parte a Guillelmo de sus inquietudes, de sus temores y, en fin, de las predicciones de su ama, pero de un modo tan extraordinario que Guillelmo nada comprendió. Dejolo con la boca abierta y fue corriendo a la quinta a noticiar a su señora que Hervey se moría. Así lo esperaba Arabela y preguntó con seriedad si Hervey estaba visible.

—No, señora.

—¿Pues cómo sabes que está enfermo?

—Por mi hermano... ¿Había de haber ido a su casa para que el señor marqués lo supiese?

—Mi padre no puede ofenderse de una acción generosa.

— Pues bien, señora, permitidme que corra a su casa, porque temo mucho que el mal de aquel pobre caballero no vaya en aumento.

—Sosiégate que, cuando se halle en la última extremidad, bastará una palabra mía para restablecerlo: ¿oíste nunca decir que haya muerto un amante desesperado, cuando su amada le manda que viva?... Pero no vayas a verlo... Mejor será que le escribas unos pocos renglones que te voy a dictar: tu hermano los llevará de parte tuya y te aseguro de que, pocas horas después, no se hablará más que de agradecimiento.

Entró en su gabinete Arabela y dictó lo que sigue:

Lucía al desventurado amante de su señora
La más humana y generosa entre todas las amas me ha encargado haceros saber que, no obstante la temeridad de vuestras intenciones, no quiere que fallezcáis y aun llega su bondad hasta mandaros que viváis: sed dócil y esperad vuestro perdón si os resolvéis a no salir jamás de los límites del respeto que debe prescribiros vuestra pasión.
Lucía

p. 49

Examinado el billete, la pareció a Arabela que había algunas expresiones sobradamente tiernas y ya iba a corregirlas cuando Lucía, que deseaba mucho la vida de Hervey, la rogó que lo dejase todo tal cual estaba. Acordose entonces Arabela de que, en muchas circunstancias, las más celebradas heroínas habían mitigado su severidad en favor de sus confidentas y la dijo, con graciosa sonrisa, que se rendía a sus ruegos y se fue a acostar con aquel gozo que experimenta una grande alma después de haber hecho una acción buena.

Enviose, al día siguiente, la carta a Guillelmo, con orden de que la entregara inmediatamente al enfermo; pero Guillelmo, con la curiosidad de ver una carta del estilo de su hermana, la abrió y, como no la entendiese, la guardó hasta poder entenderla. Hervey llegó algunas horas después al paraje de la cita: su enfermedad no fue más que una jaqueca a que estaba sujeto y, como no pudiera aguardarse, ofreció acudir al día siguiente y se volvió a casa de su primo.

Apenas había salido cuando entró Lucía apresurada en casa de su hermano para saber el efecto de la carta y supo que Hervey acababa de salir bueno y sano.

—¡Dios mío! –exclamó juntando las manos–. Bien me dijo mi ama que aunque estuviera agonizando lo curaría, pero no pude imaginarme una curación tan pronta.

—¡Tu ama! ¿Pues no eres tú quien ha...

—No, por cierto: ¿soy yo capaz de escribir de aquel modo? La señora compuso la carta de un cabo al otro, que yo no hice más que escribirla.

Guillelmo, por no confesar su falta, dejó creer a Lucía lo que quiso y aguardó la ocasión de justificarse en caso necesario.

Recibió Arabela la noticia del restablecimiento de Hervey como una cosa indefectible y mandó a Lucía que nunca más la hablara de dicho amante.

—Si me ama con pureza –continuó diciendo– no me importunará más y, por mucho que suba de punto su pasión, su mismo respeto y obediencia lo forzarán al silencio; la conformidad que acaba de mostrar no aguardando a que se le diga dos veces que viva me asegura de que no tengo que temer nueva temeridad de su parte.

Viendo, pues, Lucía que nada había ya que hacer en favor de Hervey, no solamente no volvió más a hablar de él, sino que aun dejó de ir en casa de su hermano.

Impaciente Hervey de no ver a Lucía, diputó a Guillelmo a la quinta para que pidiese una cita6, mas Lucía la negó y se hizo un mérito de ello con su ama.

Indignada Arabela con aquella nueva audacia, se arrepintió del acto de humanidad hecho; alabó mucho la fidelidad de su confidenta y la mandó que dijese al insolente incógnito que, si continuaba en sus tentativas, nunca más conseguiría el perdón de su desobediencia.

Hervey, que se vio abandonado de Lucía, renunció a sus proyectos, se felicitó de no habérselos confiado a su primo y se consoló muy luego.

Ya no se acordaba de Arabela cuando un suceso imprevisto se la puso delante y le valió una tremenda mortificación.

6 ‘envió a Guillelmo’.