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Capítulo XIX
Cosas que el lector no aprobará ciertamente

Acabó su narración Moris y Arabela, movida hasta llorar, la dio gracias del trabajo que se había tomado y la prometió el secreto.

—La suerte de vuestra ama –la dijo– es seguramente lastimosa y aun hallo que tiene mucha relación con la de Cleopatra, a quien Julio César dio secretamente la mano, protestándola declarar que era su esposa, luego que fuese pacífico poseedor del Imperio romano, pero abandonó a aquella gran reina cuando iba a dar a luz el fruto de sus amores, exponiéndola inhumanamente a los tiros de la calumnia.

Viendo Moris que Arabela recibía la historia de su ama bajo un punto de vista favorable, se guardó bien de desengañarla y salió mortificadísima de no haber tocado la recompensa que aguardaba. En aquel instante llegó la inglesa Groves. Sorprendiose de encontrar allí a su criada y ya iba a preguntarla cuando Arabela la salió al encuentro diciendo:

—Os aseguro que me han hecho mucha impresión...

La Groves se sonrojó de oír tales palabras y su criada Moris perdió el color. Arabela, que no sospechaba que pudieran ofenderse de una curiosidad inspirada por la bondad de su corazón, continuó disertando sencillamente sobre la narración que Moris acababa de hacerla y recapituló las circunstancias que más la habían parado. Pero la dama inglesa, desatentada46, levantó la voz, preguntó, centelleándola los ojos, que desde cuándo era permitido corromper a un criado para que revelara los secretos de su amo... Pasmada Arabela de una pregunta hecha en un tono tan indecente, respondió con mucha dulzura:

—¿Creéis, señora, que sea yo menos discreta que la princesa Leontina, a quien Clelia confió sus secretos, aunque no había entre ellas un conocimiento más extenso que el nuestro47? No me juzgo con las perfecciones de Leontina, pero no cedo a nadie en sensibilidad y en retentiva; tened en mí, señora, la misma confianza y no me veréis menos celosa por vuestros intereses.

La Groves no entendió ni una palabra de aquel bello discurso y Moris por poco no suelta una carcajada.

—No puedo –dijo con ademán imperioso– atribuir vuestra curiosidad impertinente a otra cosa que a una crianza rústica. Liwenton no es el único hombre de mala fe y verisímilmente llegará tiempo en que tengáis peor suerte que la mía, porque ni sois tan hermosa ni tan discreta que merezcáis homenajes verdaderos y puros. p. 83

Dicho esto, llamó a su criada vieja y se fue apresuradamente. Arabela, que no tenía idea de semejantes furores, se quedó como un mármol, pero, algo recobrada, creyó que la Groves estaba frenética y fue corriendo a socorrerla. Alcanzola a la puerta de la quinta y empleó, sin éxito, las expresiones más halagüeñas para calmarla. La Groves, que continuaba enfurecida, no la dio oídos.

—Aguardad, pues, señora –la dijo Arabela–, que pongan los caballos al coche.

—Ni quiero aguardar ni vuestro coche, sino irme.

No pudiendo Arabela otra cosa, mandó que dos de sus lacayos la siguieran a lo lejos. Moris fue tan astuta que convenció a su ama de que Arabela sabía ya sus aventuras y, de vuelta a su casa la señora Groves, se contentó con decir que la dama, con quien había casualmente tratado, era la criatura más ridícula que se encontraba debajo de la capa del cielo.

46 ‘fuera de juicio’, ‘enloquecida’ (Aut).

47 La princesa Leontina refiere la historia de Aronces y Clelia al comienzo de la novela de igual nombre, de Scudéry (Dalziel 393).