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Capítulo II
Una equivocación da lugar a otras muchas

Aguardaba Silven a nuestra heroína con impaciencia; la saludó con más familiaridad que el día antes, pero ella le correspondió con tanta frialdad que lo dejó confusísimo. Tíncel, testigo de aquel recibimiento, se acercó con fingida timidez. Arabela lo miró sonriéndose, se disculpó con él de haberlo hecho esperar y aceptó su brazo. El pisaverde, engreído con aquella preferencia tan señalada, infirió de los ojos de Arabela que no lo miraba con indiferencia y procuró pasar con ella por un grande ingenio, hablando mal de todos y multiplicando los cumplimientos. Carlota, molestada de la conversación seria de Silven, oía con desagrado lo que se hacía por su prima y, así, proyectó mudar el orden de aquel acompañamiento, que no iba con el arreglo conveniente. Para lograrlo, habló a Silven del recibimiento de Arabela y le preguntó cómo la había ofendido.

—Si he tenido tal desgracia –respondió– ha sido involuntariamente: nada hice ni dije que pudiera…

—Cierto es que es algo caprichosa y acaso se la habrá puesto en la cabeza armaros alguna querella, pero yo, que la conozco bastante, os digo que vuestra indiferencia la incomodará mucho... Si queréis agradarla, pedidla perdón como si verdaderamente la hubierais ofendido y os aseguro que esa sumisión causará el mejor efecto.

—Si tuviera yo la menor cosa que reprocharme, iría inmediatamente a ponerme a sus pies, pero comprehendo que es cosa ridícula confesar una culpa que no se ha cometido.

—Me he tomado la licencia de deciros mi parecer, pero sois dueño de hacer lo que quisiereis; bien entendido que no cabe duda en que habéis faltado a mi prima.

—Siendo así, señora, pediré el perdón que me aconsejáis, mas os juro que no sé…

—Id a buscarla que yo, para proporcionaros más libertad, llamaré a Tíncel.

Silven se presentó a Arabela y, al mismo tiempo, Carlota trabó conversación con Tíncel y apresuró el paso para desviarlo de su prima. Silven, que era tímido con las damas, probó muchas veces a hablar y no pudo decir más que dos o tres monosílabos, como «si...», «yo...», «pero...». Arabela, por su parte, estaba incomodada: se cubría la cara con el abanico y hacía como que se paseaba sola. Duró harto tiempo el silencio. En fin, Silven, temeroso de no hallar otra ocasión en que justificarse, llamó en su auxilio a todo su valor y, con trémula voz, la dijo: p. 194

—Me dais, señora, unas pruebas tan señaladas de vuestro desprecio que no me atrevo a suplicaros me concedáis un instante de…

—Caballero, antes de que paséis más adelante os aseguro que lo que vais a decirme me ofenderá mucho: si sois indiscreto, me precisaréis a trataros con el desprecio que teméis.

—Ya que me prohibáis el hablar, espero siquiera que me digáis...

—Mucho presumís, señor, si creéis que tendré la complacencia de decir algo sobre lo que no quiero oír... la única satisfacción que puedo daros es haceros saber que no ignoro vuestro crimen.

Silven, que no podía atinar con el motivo de aquel reproche, lo atribuyó a la disputa que había tenido con Tíncel, referida en perjuicio suyo.

—Descubro, señora –dijo–, que han alterado la verdad al contaros una cosa que no deberíais saber; véome, pues, necesitado a deciros que Tíncel es quien no os hizo justicia y quien merece vuestro resentimiento.

—Si Tíncel tiene tanta culpa como vos, milita en favor suyo el haber sido más discreto.

El pobre Silven, más confundido que antes estaba, iba a pedir la explicación de aquel enigma cuando reparó en dos ojos imperiosos que le mandaban callar. Llegaron a la sazón Carlota y Tíncel. Arabela se quejó a su prima de que no la hubiese cumplido su palabra. Tíncel creyó que su ausencia había producido la turbación que notaba y atropelló cumplimientos que fueron recibidos con suma indiferencia.

—Veo, señora –la dijo con ironía–, que Silven os ha pegado algo de su gravedad.

—Me ha hablado de vos.

—¡De mí señora! ¡De mí! Perezca yo a vuestros ojos si hay una palabra de verdad en cuanto os ha dicho.

—Empezáis negando: eso es de diestro.

—Sostendré, señora, hasta derramar la última gota de mi sangre que él me obligó a hablar; si conocieseis mi modo de pensar, vos...

—Tomáis muy a pechos vuestra justificación; no os creo culpado, pero os aconsejo que no lleguéis a serlo porque sé castigar a los presuntuosos.

Pronunciadas majestuosamente estas frases, mostró Arabela deseos de volverse a casa; Carlota, fastidiada del paseo, se convino a ello y dieron la vuelta acompañadas silenciosamente de los dos amigos.