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Capítulo XXVIII
Experimenta la heroína un contratiempo

Creyendo Carlota que Arabela y su hermano continuaban en su seria conversación no les dio parte de la llegada del caballero Jorge. Es probable que algún interesillo contribuyese a este prudente miramiento. Jorge, prendado de la hermosura de Arabela, iba con la esperanza de verla, mas, como diestro, ocultó el objeto real de su visita.

Nuestra heroína, sin pensar en otro que en la desesperación de Glanville, salió de su gabinete para informarse del estado de su ánimo; no tenía duda en que, a imitación de Coriolano, iba a buscar las ocasiones de probar su inocencia.

Al pasar por junto a la sala, vio a su prima reír a más no poder y sospechó a Glanville partícipe de aquella alegría; la curiosidad la movió a interrumpir el diálogo.

—De muy buen humor estáis, prima mía; cómo se conoce que ignoras que tu hermano padece. ¿No se ha despedido de ti?

—¡Ay, cielos! ¿Se volvería mi hermano a Londres sin avisarme?

—El motivo porque se ve precisado a ausentarse no le permite viajar contigo, pero cuando me deja tan estimables rehenes, pienso que lo volveremos a ver muy pronto.

Asustada Carlota, pasó a ver a su hermano y Jorge, que se vio solo, desplegó toda su imaginación para decir infinitas cosas lisonjeras. Glanville, informado por su hermana de lo que hablaba su prima y de la llegada de uno de sus enamorados, a quien tenía por peligroso, se dio priesa a ir a buscarlos.

—¿Cómo es esto, señor? ¿Aún estáis aquí?

—Dejemos, prima mía, este negocio para otro tiempo.

—No, señor: vuestra justificación importa a mi honra; os halláis en el caso de Coriolano y ciertamente que, si él se hubiera portado como vos, no hubiera conseguido el perdón de Cleopatra...

Al ver lo confundido de Glanville y al oír el determinado tono de Arabela, vio el caballero Jorge que lo que él había tomado por una chanza era una querella seria y, pareciéndole que no debía presenciarla, iba a retirarse; pero Arabela lo detuvo. p. 106

—Si os inclináis a defender a vuestro amigo contra los derechos de la equidad, sois libre de retiraros, pero si, desnudo de toda preocupación, queréis juzgar, a sangre fría, nuestra contienda, os instruiré de lo que ha pasado y me referiré a vuestra decisión.

—Glanville es amigo mío –repuso Jorge–, pero nunca abrazaré sus intereses con perjuicio de los vuestros; los sentimientos que me inspiráis hacen interesante vuestra causa y me persuaden a que en este asunto (cuya importancia adivino) no hay juez que no os sea favorable.

El tono enfático con que Jorge dio esta explicación agradó mucho a Arabela y movió la risa de Glanville, no obstante el enfado que le causaba la tal conversación.

—Para poneros en el caso de juzgar el negocio –repuso Arabela– tengo que contaros toda mi historia.

Glanville suspiró de cólera, Jorge se sonrió maliciosamente y Arabela, mirando a su primo con admiración, le dijo:

—Ese suspiro es, en verdad, bien extraordinario, ¿qué significa?

—Significa, señora, que mi corazón se va ulcerando más cada día, que no puedo aguantar vuestro humor y que, según toda apariencia, me haréis perder el juicio.

—En efecto, primo, me parece que no estáis lejos de la extravagancia y conozco que, si vuestro amigo os juzga culpado, me será difícil saber si debo trataros como delincuente o como insensato. Además de que, por ciertas razones que callaré en este momento, no os contaré por mí misma la historia de mi vida, sino que encargaré el hacerlo a una de mis criadas.

Glanville, que no quería ser testigo de aquella nueva extravagancia y, por otra parte, bien resuelto a echar de su corazón a una visionaria que era el tormento de su vida, se fue a pasear al jardín, y dejó a su hermana con el caballerito Jorge, que estaba impacientísimo de oír la historia de Arabela.