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Capítulo VII
Conversación sabia entre dos señoritas solteras

Estaba muy enamorado Glanville para pasar la noche con sosiego, se atormentó mucho y combinó de mil modos las palabras misteriosas de su prima; el resultado fue la persuasión de que su padre, fastidiado de un carácter tan singular, procuraba descomponer su matrimonio, para proporcionarle el goce del legado de su tío. Entró por la mañana temprano en el cuarto de su padre y le dio a entender el deseo que lo molestaba de verse unido a su prima.

—Mi sobrina –replicó el anciano– tiene extravagancias que pueden llamarse ridiculeces; tú la corregirás cuando seas su marido: su amor propio se docilitará y no dudo de que un poco de trato de mundo vuelva su entendimiento tan agradable como lo es su persona.

Satisfecho Glanville de haber aclarado sus dudas, pasó, rebosando de gozo, a ver a su prima, a quien encontró discurriendo muy seriamente con su hermana; ambas empezaban ya a enardecerse y reclamaron juntas su mediación. Para que el lector se instruya de esta contestación, conviene retroceder hasta su origen. Al despertarse Arabela, lo primero que le ocurrió fue Jorge Belmur enfermo85: deseaba que no muriese, pero no podía determinarse a salvarlo con esperanzas; el caso era embarazoso, pero, en fin, la memoria, siempre feliz, de nuestra heroína la sugirió un expediente. Acordose de que la princesa Amalasunta, después de haber repelido al amante que su padre la propuso, condescendió en ir a verlo para volverle una vida que la desesperación estaba a pique de arrancarle86. Seducida por este ejemplo, se resolvió a imitarlo para con Belmur.

—No temas Arabela –se decía a sí misma–, no temas obedecer a los movimientos de tu compasión, cuando la bella Amalasunta justifica este acto de humanidad.

Pronunciado este breve monólogo, pidió su escribanía para escribir al desdichado Belmur pero, en aquel instante mismo, mudó de parecer. Amalasunta no escribió a Ambiomer y esto afligió mucho a la pobre Lucía.

—Temes, ya lo veo –la dijo Arabela–, que abandone yo a ese amante; no le escribiré, pero me serviré de un medio más seguro para su conservación, cual será el de ir yo misma a expeler la calentura ardiente que lo devora.

—¿Haréis eso, ama mía? Pues ya respiro. p. 136

—Pero hay muchas cosas que observar en tal caso, Lucía... Manda a mi cochero que ponga el coche, que yo le instruiré en el camino del ceremonial.

Carlota entró a la sazón. Arabela la confió sencillamente que iba a hacer una obra meritoria y la convidó a que la acompañara.

—Vosotras, las damas de provincia –dijo Carlota–, gustáis mucho de visitar enfermos, pero yo soy poco aficionada a esa triste diversión; no obstante, te acompañaré con gusto por tomar el aire.

—¿Y adónde hemos de ir?

—En casa de Belmur: tú te quejas de su inconstancia y yo te ruego que me perdones la parte involuntaria que pueda tener en ello; siempre creí que estaba de ti prendado, pero ha tenido la temeridad de declararme su pasión.

—¡Y a causa de esa pasión que te ha declarado vas a visitarlo a su casa misma!

—Sin duda: mi corazón nada me dice en favor suyo, pero la humanidad exige que yo le salve la vida.

Carlota correspondió a estas confianzas con repetidas carcajadas, de manera que difícilmente pudo recobrar su seriedad.

—Inoportunamente te burlas de un amante desesperado; Doralisa reía como tú, pero la insensibilidad no te cae tan bien como en ella87.

—Noto, prima mía, que siempre pierdo en las comparaciones que haces tan a menudo entre mí y tus antiguos figurones, pero, sin embargo, te aseguro que, por más ligera que me creas, me guardaré muy bien de ir a buscar a un joven a su casa, sin verme constreñida por razones que la decencia y la honestidad permitiesen.

—Pues tú has concedido favores mucho más criminales.

—¡Favores yo! ¡Yo favores!

—¿No lo son el permitir a tus amantes que te hablen libremente de su amor, el no prohibirles que te escriban y el aguantar te abracen? Una mujer, celosa de su fama, no concede semejantes licencias hasta pasados muchos años de constancia y hasta dadas pruebas auténticas de un amor puro y de unos servicios importantes.

—Lo que me reprochas es nada en comparación del paso que vas a dar; te protesto que no se lo verás hacer, no digo a una persona celosa de su fama, según te explicas, sino a una que lo sea de su reputación.

—¡Conque te atreves a censurar la conducta de la divina Mandana, de la altiva Amalasuna y de la bella Estatira y de la severa Parisatis! Todas estas tuvieron a sus amantes enfermos y todas fueron a consolarlos88.

—¡Santo Dios, prima! No sé dónde vas a buscar semejantes nombres: ¡nunca has de hablarme sino de Estatiras y de Mandanas, transformadas en divinidades por tu capricho!

—¡Pero Amalasunta fue reina de Turingia! ¿Te atreverías a negar que…? p. 137

—Te protesto que nunca me dará gana de negar nada de lo que tenga relación con ellas, pues ni las conozco ni quiero conocerlas. Además de que es fastidioso hablar siempre de reinas y de princesas, como si no hubiese nada inferior a ellas digno de nuestra atención; esta es una afectación ridícula, que si yo la usara temería que se burlasen de mí.

—Ya que es superior a ti la imitación de esas sublimes mortales, te citaré personas cuyo estado se aproxime más al tuyo. ¿No fue la bella Cleonisa a ver a Ligdamis, así que supo que estaba peligrosamente enfermo89?

—¿Dónde moraba esa Cleonisa?

—En Sardes, reino de Lidia90.

—¡Oh! Pues si habitaba en otro reino que en el nuestro, pudo tener costumbres diferentes. Nunca es bueno imitar uno en su casa a los extraños. Tu Cleonisa, prima mía, no me probará que pueda ir una señorita, sin ser notada, a visitar a un joven enamorado de ella.

—Yo digo que una dama que sufre que la hagan declaraciones, que la besen la mano y aun… que la abracen no debe tener la extravagante delicadeza de que tanto alarde haces.

—Y yo insisto en creer que lo que gradúas de delitos no son, a lo más, otra cosa que unas inocentes libertades, permitidas entre todas gentes, menos entre las hipócritas sabiondas y que solo a una mujer propia, a una hermana, a una amiga particular o a una parienta es permitido entrar en el cuarto en que está un hombre en la cama.

—¿Conque, según eso, Mandana era una desenvuelta?

—Sin duda alguna, siempre que haya hecho lo que dices.

—¡Ay, cielos!

—¿Qué razón tienes para tomar con tanta vehemencia el partido de las princesas?

—Si conocieras, como yo, el carácter de Mandana más justicia la harías, fuera de que yo la defiendo sin interés alguno, pues ha ya dos mil años que murió.

—En verdad, prima, mía, que es extrañísimo que te indispongas conmigo por una mujer, que murió más de veinte siglos ha.

Así acaloradas estaban ambas primas cuando Glanville pidió licencia para entrar.

85 ‘lo primero que le salió al encuentro fue Jorge Belmur enfermo’.

86 La historia de Amalasunta y sus amores con Ambiomer se encontrará en Faramond (1661) de La Calprènede (V.3-4; Dalziel 402), donde se refiere la resistencia de la dama a las pretensiones del caballero, pese a contar este con los favores del padre de aquella.

87 Aunque la referencia no parece ajustarse a la esencia de lo escrito por Scudéry, pues Doralisa ni es muy articulada en su expresión ni es insensibe a las razones de Myrsiles y finalmente se casa con él (Dalziel 402), su historia se encontrará en Artémene V y X.

88 Mandana consoló a Artamenes en su convalecencia por heridas recibidas en combate (Artamène I.2), Amalasunta hizo algo similar con Ambioner (Faramond V.4); Estatira con Artajerjes (Cassandre I.2) y, para la «severa Parisatis» con su marido Hefestión, véase Cassandre V.3 (Dalziel 402).

89 La historia de Cleonisa y Ligdamis aparece en Artamène IV.3 (Dalziel 402).

90 Sardes, en efecto, fue la capital del reino de Lidia y se corresponde con la actual Sart, en la provincia turca de Manisa.