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Capítulo XXIII
Aventura peligrosísima

Mientras la ausencia de ambos hermanos, tuvo Arabela un grandísimo susto, causado por un suceso imprevisto. Columbró desde su ventana al ilustre amante, aparecido bajo el nombre de Eduardo, hablando aparte con el mayordomo de la casa. El uno parecía como que entablaba proposiciones y, el otro, como que las prestaba atento oído. Fue tal su trastorno que solo pudo observar algunos instantes. Dejose caer sobre un canapé, sin más fuerza que la precisa para llamar a Lucía. Esta, que se asustó de ver a su señora pálida y trémula, se disponía a cortar cintas y cordones para el desahogo cuando Arabela, con poquísima voz, la dijo que la vendían sus propios criados y que estaba para caer en manos de un indigno robador.

—Lo he visto –continuó diciendo– con uno de mis criados y adivinado lo que decían. Temo ser arrebatada de mi casa y verme expuesta a las violencias de un amante temerario.

—¡Ay! –exclamó Lucía tan asombrada como su ama–. ¿Quién ha podido formar proyecto semejante? No hay ladrones tan atrevidos que intenten cosa alguna a estas horas.

—Los hay, querida Lucía.

—Los hay –respondió Arabela muy gravemente–; no son de esos ladrones que buscan oro y alhajas, sino de los que hurtan cosas de más precio, como son la libertad y la honra... ¿Te acuerdas de aquel amante disfrazado que trabajó en los jardines bajo el nombre de Eduardo?

—Sí, señora.

—Pues bien, ese está actualmente en casa trabajando en corromper a mis criados y tengo la perspectiva horrorosa de estar expuesta a su tiranía.

—¡Ay, Dios mío! ¡Tiranía! ¡Dios os guarde de ella! Pues, ¿qué habéis hecho?

—Mi crimen es tener algunos atractivos... ¿Quién sabe si en este instante mismo no se forma ya el proyecto de forzar mi habitación? Esas cerraduras y cerrojos (tú lo sabes como yo) no pueden oponer más que una resistencia débil.

—Ama mía, ¿qué será de nosotras?

—¡Ah, Glanville, Glanville! ¿Dónde estás?... Lucía, si en algo tienes mi amistad, guárdate bien de revelar nunca una exclamación que me arranca el cruel estado en que me veo: moriría yo de vergüenza si Glanville conociese su felicidad... p. 92

—¡Ay, cielos! ¡Perdidas somos!...

—¡Que llaman! Ve a ver quién es.

—No tengo valor, señora: me tiemblan las piernas.

—¡Flaca criatura! ¡Qué poco a propósito eres para sostener semejantes escenas!... Si Silenia y Martecia te se hubieran parecido, la bella Berenice y la Princesa de Media no hubieran suplicado a sus raptores que no las separasen nunca de ellas61.

Viendo Lucía enojada a su señora, salió del gabinete, pero se quedó en la primera pieza desde donde gritó:

—¿Quién llama?

—Yo soy –respondió el mayordomo– que tengo que decir a la señora: ¿no puedo hablarla ahora mismo?

Lucía, algo más recobrada, no contestó sino se fue de puntillas a la puerta, cerró de pronto los cerrojos y dijo entonces con una voz firme:

—No y yo haré de modo que no os acerquéis a ella.

—¿Por qué, pues?

—Porque sois un pícaro.

—¡Un pícaro! Título nuevo para mí: vengo a decirla que Eduardo pretende volver a entrar en casa... Por lo demás... yo sabré si sois mandada para tratarme tan mal.

Mientras este diálogo, había tenido tiempo Arabela para ponerse a escuchar en la antecámara.

—¡Ah, traidor! –exclamó–. ¡Se ha dejado corromper y quiere entregar a su señora!... Esto ya es cosa determinada: van a derribar las puertas.

—¿No pudierais, señora, bajar por la escalera secreta y ocultaros en el cuarto del jardinero hasta la llegada del señor Glanville?

—No haré tal, porque puede ser de los conjurados: procuremos entrar en el jardín sin ser vistas y ganaremos el campo por la puerta que está a lo último del terraplén, de que yo sola tengo la llave... Vamos, Lucía estimada: dejemos este sitio peligroso y pongámonos en manos de la Divina Providencia.

—Pero ¿y adónde iremos?

—Me guiarás a casa de tu hermano y acaso encontraremos algún caballero generoso que nos proteja.

Tapose con un velo negro, bajó la escalerilla (acompañada de Lucía, que no daba un paso sin mirar atrás), ganó la puerta del terraplén, la abrió con precipitación y se puso en marcha buscando asilo. A cada instante la parecían a Arabela los árboles caballeros y aceleraba sus pasos y se encontraba siempre engañada por su imaginación. No había más que dos millas desde la quinta a la granja de Guillelmo, pero era tanto el calor que nuestra visionaria tuvo necesidad de descansar. p. 93

Por desgracia puso el pie sobre una raíz y se le torció; el dolor, junto con su inquietud, la originó un desmayo. Lucía la recibió en sus brazos y la dio a oler un espíritu que, a prevención, llevaba en un frasquito. El valor que tenía esta pobre moza la sugirió el intento de llevar acuestas* a su señora hasta la casa de su hermano, pero la faltaron las fuerzas y el ánimo a un tiempo mismo... Abandonó a Arabela en el estado penoso que acabamos de pintar y corrió a implorar los socorros de su hermano. Hallábase este a la puerta de su casa, viola venir; salió a su encuentro y oyó, a sangre fría, la incomprehensible narración que le hizo. Como hombre de buen juicio no pidió más noticias; conoció que se trataba de una cosa urgente y fue en busca de Arabela, a la que no encontraron ya y buscaron inútilmente.

Creyéndola Lucía robada, se lamentó más que nunca; Guillelmo, que no pudo sacar de su hermana cosa alguna inteligible, la acompañó a la quinta, donde no vio más que gentes consternadísimas. Glanville y Carlota habían ya vuelto de su festín, entrado en el cuarto de Arabela, recorrido los jardines y hecho innumerables preguntas para averiguar su paradero. Lucía corrió a Glanville como una loca diciéndole con dolorosa voz:

—¡Ay, señor! ¿Ha parecido ya mi ama?

—¡Qué dices, Lucía! –replicó Glanville azoradísimo–. ¿No salistes con ella?

—Sí, señor, pero la robaron estando desmayada... Habló de tiranía... y... yo conozco al que... estaba, no mucho tiempo ha, en casa aquel jardinero que... aquel...

Sospechando Glanville alguna imaginación extravagante de su prima, la dijo al oído a Lucía que lo siguiera, porque deseaba que su hermana no oyese las preguntas; pero, falto de pretexto para desviarla, fueron todos tres a su cuarto. Lucía, entre sollozos, dijo lo siguiente:

—Vino un hombre aquí para robarla, un hombre de calidad que ha trabajado en los jardines y que está muy enamorado, aunque nunca lo ha dicho.

—¿Cómo sabes –replicó Glanville– que es un hombre de calidad?

—Mi señora me lo dijo, pero, no obstante, el jardinero mayor lo apaleó muy bien y lo despidió luego, porque lo encontró robando peces en el estanque.

—¡Un hombre de calidad que roba peces! –dijo con ironía Carlota–. ¡La acción es noble!

—Señorita, aquello no era más que una astucia, porque su intención era tirarse de cabeza y ahogarse.

—¡Oh, Dios! Esta muchacha delira; hermano mío, no escuches semejantes absurdos, porque así nunca llegaremos a...

—Déjame solo con ella, hermana mía, porque la intimidas.

—Tan impaciente estoy como tú y me quedaré... ¿Das fe a lo que dice esta mujer? ¿Crees?... Pero aguarda... acuérdome de que mi prima, hablando del postillón por quien se interesaba en las carreras, me dijo no sé qué de un amante disfrazado de jardinero... Empiezo a adivinar algo: oigamos hasta el fin.

Glanville estaba sofocado.

—No nos hables más –dijo a Lucía– de tu hombre de calidad y, si sabes dónde está mi prima, dínoslo. p. 94

—Eso es lo que no sé: salimos de la quinta temerosas de que Eduardo forzase las puertas del cuarto y corrimos por el campo a buscar refugio en casa de mi hermano Guillelmo hasta que volvieseis; mi señora se torció un pie en el camino y del dolor se desmayó: empleé cuantos medios pude para que volviera en sí, pero todo fue en vano: quise llevarla en brazos y me faltaron las fuerzas; en fin, acudí al auxilio de mi hermano y cuando volvimos al sitio donde la había yo dejado ya no la encontramos.

—¡Pero cómo, Lucía! ¿La dejastes desmayada, sola y en campo raso?

—Así lo hice, señor, pero no hemos dejado de recorrer ninguno de los parajes donde podía estar.

—¡Ay, cielos! –exclamó Glanville apesadumbrado–. ¿Qué se ha hecho, pues? Hermana mía, manda al primer criado que encuentres que me ensille un caballo.

—Señor –replicó Lucía–, mejor haríais en informaros de si Eduardo está todavía en casa.

—¿Quién diablos es ese Eduardo?...

—Aquel hombre de calidad que...

Mandó a Lucía, con enfado, que no volviera a hablar de lo sucedido a nadie del mundo y, a los criados más despiertos, que se informaran por todas partes de su señora. Y él montó a caballo sin saber hacia dónde dirigirse.

i Mantengo la forma del original porque así aparece registrada en Aut.

61 Silenia es la confidente de Berenice, mientras que Martesia es criada de Mandana, «la princesa de Media»; en ambos casos hay alguna inexactitud entre lo afirmado en el texto y lo que realmente sucede en Cassandre (IV.4 y 6) y Artamène (II.1), donde se refieren las acciones evocadas aquí (Dalziel 395-396).