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Capítulo XIII
Historia de Jorge Belmur

—Aunque no parezco sino un caballero particular, mi nacimiento es, con todo, muy ilustre. Fueron mis ascendientes testas coronadas; debieron la soberanía a su valor y la perdieron por una inesperada y constante serie de desdichas.

—¡Pues qué! –interrumpió el barón–. ¿Descendéis de un monarca? Nunca me lo habéis dicho. Por cierto que ignoraba tuviese vuestra genealogía esa ilustración: ¿cuánto ha que murió el último rey de vuestra raza?

—Señor, no habrá mucho más de ochocientos años: mis ascendientes eran sajones y reinaron en Kent, y desciendo, en línea recta, del primero de estos reyes.

—Pero ¿dónde está ese reino de Kent?

—Está ceñido, al poniente, por la provincia de Sussex; al oriente, por la de Surrey; al mediodía, por la Mancha; y al norte, por el estrecho de Douvres; y separado de las provincias de Essex y de Middlesex por el Támesis, de la parte del norte95.

—Grandísimo reino, a la verdad –dijo el barón–, porque no es más que una provincia de Inglaterra: si vuestros ascendientes fueron reyes, convenid conmigo en que fueron unos reyes muy tristes.

—Pequeños o grandes –dijo Arabela–, ello es que aumentan mi estimación a Belmur: un noble origen aconseja siempre un noble modo de pensar… Consolaos, desventurado príncipe, que, si la fortuna os despojó de vuestro reino, no del valor y de la virtud. Acaso la providencia os favorecerá algún día, haciéndoos entrar en vuestros derechos.

—Pero…, pero... sobrina mía, ¿cómo puedes albergar en tu cabeza tan descabellados pensamientos? ¿Piensas que un reino se gana tan fácilmente? ¿Y que un joven atolondrado, sin ejército y sin armada, pueda lisonjearse con una esperanza tan quimérica?

—El grande Artabano –replicó Arabela– no tenía armada ni ejército y..., pero dejemos esta disputa para escuchar a Belmur. p. 153

—Es inútil –continuó el narrador– informaros de las desgracias de mi familia y daros a conocer las gradaciones que la han llevado insensiblemente al estado en que se encuentra: sobrada exactitud en mi narración cansaría seguramente vuestra paciencia y una menuda descripción de mis cosas me afligiría. Direos sencillamente que mi padre, hombre pacífico, gustaba de la tranquilidad y que pasó su vida cultivando la porcioncilla de tierra que había heredado del príncipe Veridomer, mi bisabuelo, sin haber pensado nunca en recobrar la soberanía de Kent.

—¡Qué diablos de cuento es ese! –interrumpió el barón–. He conocido a Eduardo Belmur, vuestro bisabuelo, y no creo que ninguno, en la provincia de Kent, le haya llamado el príncipe Veridomer. ¡Quitad allá, Belmur! ¡Quitad allá! Decid cuanto quisiereis, pero, a lo menos, no salgáis de la verisimilitud.

Belmur, sin descomponerse, continuó su historia.

—Tal era el estado de las cosas cuando nací; pasaré también en silencio las menudencias de mi infancia.

—Y haréis bien –añadió el barón–. Sin duda llevaríais muchos azotes y este es asunto de ninguna importancia.

—Os engañáis, tío mío, porque las niñeces de las personas ilustres tienen siempre algo de raro y en ellas se descubre regularmente el germen de su grandeza.

—Por no cansar al señor barón –siguió diciendo el joven– no repetiré las primeras acciones de mi vida, aunque conservo memoria de que las graduaron de maravillosas y pronosticaron que me sucederían cosas singulares.

—A la verdad, amigo –dijo el barón– que he sido testigo de algunos pronósticos que no os eran favorables, porque erais el más descarado picaruelo que en mi vida he visto.

—Cierto es que mis inclinaciones inquietaron a mi padre, quien cuidó escrupulosamente de mi educación, y yo correspondí a sus cuidados con mucha docilidad: a los trece años hacía con gracia y destreza cuanto me habían enseñado, y era, si así me atrevo a explicar, la admiración de cuantos me conocían.

—Mi sobrina recelaba de vuestra modestia y creo que hacía bien –dijo el anciano sonriéndose.

—Mi padre advirtió los destellos de mi talento con cierto placer mezclado de desasosiego; temió que mi valor no me arrebatase a algunas tentativas para recobrar un reino a que tenía derechos y que ellas me acarreasen la muerte; evitó cuanto pudo hablarme de mi nacimiento y se reprendió muchas veces el haberme dicho que yo era legítimo heredero del reino de Kent. ¡Pluguiera a Dios que todavía lo ignorase!

—No cabe guardar mejor un secreto –interrumpió el barón– porque nunca oí hablar de eso ni creo que nadie tampoco. p. 154

—A pesar de los esfuerzos de mi padre para contenerme en los límites estrechos en que nací, conocía yo que mi alma y mi modo de pensar se elevaban a pesar mío y ardía yo de impaciencia por seguir las huellas de mis ascendientes... «¡Destino bárbaro!», solía yo exclamar algunas veces, preñados los ojos de lágrimas, «¿no era bastante haberme quitado un trono? ¿Era todavía necesario, para darme mejor a sentir la bajeza de mi estado, forzarme a tributar respetos a los que disfrutan los despojos de mi desgraciada familia? ¿Era también preciso darme un alma incapaz de doblarse atormentada incesantemente con el deseo de adquirir gloria y sin poder consolarse con la esperanza? ¡Ah, desventurado Belmur! ¿Quién te impide darte a conocer por lo que eres? ¿Quién, que defiendas una causa tan legítima delante del pueblo y que desafíes al usurpador?»

—¿Quién os lo impide? –añadió el barón–; no es difícil la respuesta: el miedo de ser ahorcado, pues nadie ignora que se ahorcan a los locos que se atreven a los reyes96.

—Tales eran, señora, las ideas que mi imaginación me sugería y que me hubieran arrastrado a grandes empresas, si una pasión más dulce, pero acaso igualmente peligrosa, no hubiera apagado aquel fuego devorador, que había encendido en mi alma la ambición y el amor de la gloria.

Detúvose Belmur, tomó mayor gravedad su semblante y clavó los ojos en tierra, como poseído de algún recuerdo afectuoso y triste. Glanville le preguntó si pensaba todavía seriamente en la pobre Doly.

—Contadnos –le dijo– sin disfraz, vuestra primera aventura o, si gustáis, os ahorraré el trabajo, pues ya sabéis que he conocido a esa bonita lechera y que puedo decir cuanto pasó entre ella y vos.

—Verdad es –continuó Belmur, suspirando– que no puedo acordarme sin ternura de Dorotea, de aquella pastora infiel que me enseñó a suspirar y que pagó tan mal mi cariño.... No obstante, haré por continuar. Cumplí los diez y siete años sin haber experimentado el poder del amor, aquel poder que me fue tan fatal. Hallándome cierto día en la caza con mi padre y con mucha gente que nos acompañaba, me perdí y me encontré, después de haber vagado mucho tiempo, en un valle circundado de árboles. Fatigado de mis correrías, eché pie a tierra y até mi caballo, y, buscando un sitio cómodo para descansar, divisé una mujer tendida sobre la yerba: movido de la curiosidad fui hacia ella sin ruido, por no interrumpir su sueño. ¡Qué espectáculo, santos cielos! ¡Qué fue lo que vi! Aquella beldad parecía de unos diez y seis años; su talle era perfecto; una de sus manos sostenía su cabeza, la otra, negligentemente caída sobre la yerba, dejaba ver un brazo hermosísimo y una muselina, que cubría su seno, permitía a los ojos traslucir una garganta blanca como el alabastro97; en fin, su amable persona reunió toda mi atención. Es cierto, señora, que en ninguna parte, excepto en vuestra casa, pudiera encontrarse cosa tan perfecta: su tez era blanca como la azucena, el encarnado de sus mejillas tenía la frescura de la rosa acabada de abrir; sus colorados labios, entreabiertos, dejaban ver dos carreras de perlas, que debían su esmalte a la dulce fragrancia de su aliento; su pelo, de un negro hermoso, ondeaba, al descuido, sobre su cuello y contrastaba lindísimamente con la blancura de su piel; y sus ojos cerrados se dejaban adivinar cuáles serían. Estuve como en éxtasis por mucho tiempo; combatiéronme muchas cosas a la vez para expresar mi admiración. «¡Ah, dioses!», exclamé por último, «¿es posible que no se sepa que tal hermosura existe?». Mi exclamación, aunque articulada en voz baja, despertó a la pastora y abrió los ojos. No es dable, señora, explicaros lo que sentí al verlos: mis ojos eran sobradamente débiles para sufrir el resplandor de los suyos; alejeme un poco para contemplarlos, mas cada rayo que me lanzaban encendía nuevo fuego en mi corazón.

—¿Quién diablos, pues, era esa ninfa? –preguntó el barón, admirado de aquella descripción pomposa. p. 155

—Una lechera muy bonita llamada Doly –replicó Glanville con mucha seriedad–. Bien la pudisteis ver en vuestra casa de campo, adonde iba con frecuencia a vender requesones.

—¡Sí, sí! Me acuerdo: era ciertamente linda.

—¿Conque los ojos de esa lechera fueron los que os hicieron el corazón ceniza? Ya pronostico cómo se terminó la historia; pero oigamos hasta el fin.

—El enajenamiento que me poseía me dejó inmóvil y callado; ella mostró susto así que advirtió que yo la contemplaba y dio a huir con increíble agilidad; prestome el amor sus alas, volé tras ella y la alcancé al instante. «No huyáis», la dije, arrodillándome delante de ella. «O sois alguna divinidad o la mujer más hermosa del mundo y, así, o no rehuséis mis adoraciones, si sois lo primero, o mirad favorablemente a un hombre, cuyo respeto es tan puro como el incienso que se ofrece a los dioses».

—Nunca habría oído la pobre Doly cosas tan bellas –dijo el barón–. ¿No se sorprendió mucho?

—Aguardad un poco, padre mío –añadió Glanville riéndose–. Ella corresponderá bien.

—Algo se sorprendió la pastora a la verdad: un color encendido cubrió involuntariamente su bella cara; pero, ya más repuesta, me habló en estos términos: «No soy una divinidad y, por consiguiente, son inoportunas vuestras adoraciones; pero, si algún respeto os produzco, dadme pruebas de ello, no diciéndome cosas que mi sexo no debe oír y que me prohíbe creer la desproporción que parece que hay entre vos y yo».

—Bien respondido –replicó el barón–. Ya empiezo a amar a esa muchacha.

—Me enamoró su modestia tanto como su persona: «no temáis», la dije, «pastora adorable, escuchad las ansias de un corazón que suspira por la primera vez; la llama que lo consume es activa al par de pura y encendida por vuestras gracias: ¿podréis mostraros insensible?» Ya observáis, señora, que como yo miré aquella hermosura solo bajo el aspecto de una pastora sencilla, la hice una declaración extensísima, sin guardar las formalidades que hubiera guardado con otra persona de más alta clase, pero ella me respondió con tanto decoro que la sospeché mujer de nacimiento ilustre; todo contribuyó a confirmarme en aquella idea hasta que, por último, conocí en ella una heroína disfrazada: díjome que se llamaba Dorotea y que era hija de un arrendador de la vecindad; con esta confesión adquirí atrevimiento y entonces la hablé mucho tiempo de amor, sin miedo de ofenderla.

—Hicisteis muy mal –respondió Arabela– porque si Dorotea era tal cual me la habéis pintado, seguramente os ocultaba su nacimiento y la debisteis, por lo mismo, ciertas consideraciones. La bella Arsinoé, princesa de Armenia, se vio precisada a disfrazarse y pasó mucho tiempo con el nombre de Delia, vestida de labradora; Filadelfo, príncipe de Sicilia, fue más generoso que vos, pues la trató con respeto, enamorado de ella. El príncipe Filoxipes amó a la hermosa Policreta sin saber que era hija del gran Solón y, aunque la tenía por una extranjera, hija de padres pobres, su pasión fue delicadísima98. No debisteis, pues, separaros de su imitación. p. 156

—Confiésoos, señora, que no pude creer a Dorotea; ocurrieron a mi memoria las princesas que acabáis de nombrar; creí por un instante que fuese la hija de algún rey o, a lo menos, de algún legislador; pero el amor suele ser osado y, como le di oídos, me salía mejor la cuenta tratándola como una simple pastora. Ella escuchó mis protestas sin agraviarse y condescendió benigna en que no me aborrecía; semejantes principios me prometían unas consecuencias felices. Separeme de aquella beldad asegurándola mil veces de mi ternura, de mi fidelidad y constancia. Exigí de ella la palabra de que acudiría al mismo sitio las más veces que pudiese, donde recibiría nuevos testimonios de mi amor. Al dejarnos, me pareció que el alma se me arrancaba del cuerpo: seguíanla mis ojos, envidiaba yo la tierra que pisaba y tenía celos del céfiro que la iba acariciando. Permanecí mucho tiempo en la misma postura en que me dejó, meditando en la mudanza que notaba yo en mi ánimo y en la imagen de mi adorada pastora. Empezaba la noche a correr su velo y era necesario volverme a buscar a mi padre; monté a caballo, tomé el camino que me había traído al valle y no tardé en reunirme a los cazadores.

95 El reino de Kent se estableció en el siglo v d.C. y permaneció hasta finales del siglo ix, en que se incorpora al reino de Wessex. Actualmente es uno de los condados o provincias en que se organiza administrativamente Inglaterra y se ajusta con bastante precisión a la descripción que se da del antiguo reino en el texto original inglés, ya que los traductores han cambiado casi todos los puntos cardinales que utiliza Belmur para describir lo que era entonces y sigue siendo hoy en día el condado de Kent: Surrey al oeste, Sussex al suroeste, el canal de la Mancha al sur, el estrecho de Dover al sureste, la región de los Downs al este y el Támesis al norte (The Female Quixote VI.1. 209). De ahí la irónica respuesta del barón acto seguido, pues está describiendo una provincia inglesa, más que un reino.

96 ‘osan enfrentarse a los reyes’.

97 La muselina es una tela de algodón muy fina y delicada; el término se incorpora al diccionario académico en 1803 según NTLLE.

98 La historia de Arsinoe y Filadelfo se relata en Cléopâtre IV.3 y 4 y la de Filoxipes y Policreta en Artamène II.3 (Dalziel 403-404).