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Capítulo I
Justifica la heroína sus conocimientos con ejemplos celebérrimos

Silven y Tíncel oyeron con atención el discurso de Arabela, despidiéronse y se fueron juntos, con opiniones muy diferentes sobre su talento y carácter. Tíncel sostenía que Arabela era extravagante y Silven que era de grande ingenio y versadísima en la historia antigua; lo probaba con las sabias advertencias que se la escapan a cada momento, con la fidelidad de su memoria y con la prodigiosa multitud de hechos de que la tenía provista.

—Ha leído infinito –decía– y con discernimiento; es una señorita amabilísima y no me acuerdo de haber visto una mujer tan instruida.

—Pues yo –repuso Tíncel– tengo por muy superior a su prima, dejando aparte la hermosura; su conversación es natural, agradable, ligera; gusta de los placeres recibidos en el mundo y muestra una alegría que vale a mis ojos mil veces más que la erudición y el pedantismo.

Ambos retratos se pintaron con igual calor por ambas partes; ambos pintores sostuvieron el mérito de sus heroínas; mezclose en ello alguna acritud y faltó poco para que la disputa no originase un lance serio. Al día siguiente se renovaron las visitas en el cuarto del barón donde no encontraron más que a Carlota, porque Arabela pasaba regularmente las mañanas en su habitación, ocupada hasta la hora de comer. Tíncel tuvo una larguísima conversación con Carlota y no la ocultó la disputa del día anterior acerca de su persona y aun se la pintó como capaz de tener consecuencias sensibles, y dijo, además, algunas baladronadas y luego propuso a Carlota salir a dar un paseo, a lo que se convino y pasó al cuarto de su prima para determinarla a que saliera a hacer ejercicio. Arabela no se prestó a ello, dando por razón que estaba leyendo la historia de la princesa Melecinta y que no podía dejarla en la desastrada situación en que se hallaba130.

—Acaba –dijo– de pegar fuego al palacio de un rey que quería casarse con ella a toda fuerza y me tiene inquietísima el saber cómo ha de salir de tan peligroso y formidable apuro.

—Te aconsejo, prima mía, que dejes que se queme la princesa Melecinta y que te vengas a pasear.

Arabela cerró el libro, miró con lástima a Carlota y la dijo: p. 191

—¿Sabes que esta princesa es de casta real por una larga serie de reyes? ¡Qué digo! Desciende de los héroes más famosos, mereció la admiración del universo por su belleza, sufrimiento, valor y virtud, llevó cadenas pesadísimas con maravillosa constancia, prendó al vencedor de su padre, cuya prisionera se encontraba, rehusó la diadema que la ofrecía y, finalmente, se resolvió a morir. No puedo decirte lo demás de su historia, porque no he acabado de leerla, pero, si quieres oírme, la concluiré, porque no dudo que hallarás en su conducta nuevos motivos de admiración.

—Ya me has dicho bastante, prima mía, y aun hubieras podido acortar tu narración, porque perdemos tiempo; deja el libro y vamos... Pero ahora que me acuerdo, sábete que has hecho otra conquista y el conquistado te aguarda, y morirá de pesar, si no vienes.

—¡Otra conquista!

—Dígote que sí, y es el docto Silven, que ha estado para reñir en desafío con Tíncel por causa tuya.

Sorprendiose Arabela, bajó los ojos y se mostró muy conmovida, y después de un largo silencio (que Carlota empleó para arreglarse el pelo) dijo con mucha seriedad:

—¡Otra que tú me diera esta noticia explicaría diferentemente lo que pienso, pero no puedo menos de decirte que siento esta ofensa y que no veo con gusto la parte que en ello tienes!

—¡Ay! –replicó Carlota, mudándose de un espejo a otro–. ¡Yo te ofendo! ¡Yo!... Hazme el gusto de decir cómo o de qué manera.

—Me parece que has querido divertirte a costa de mi sensibilidad, porque, a no ser así, no hubieras revelado lo que pide sepultarse en el silencio.

—¿Y a qué viene esa sensibilidad y esa culpa que me atribuyes?... ¿Es porque te he dicho que Silven te ama? ¡Terrible motivo de aflicción! Te aseguro que, si tuviera yo mil amantes como él, no me ocuparían un cuarto de hora; deja, pues, a este que gima y que se arañe, y vámonos al salón de las bombas... Vamos, vamos.

—Tu ligereza me hace reír, aunque no tengo gana.

—¡Quita allá, prima! ¡No te pongas ese maldito velo!

—¿Quieres que me vea ese hombre que se atreve a amarme?

—Él no tiene sospecha alguna de que se sepa su secreto.

—En tal caso no está tan culpado como yo lo suponía: prométeme que no me dejarás sola…

—Nada temas de él, porque es el hombre más fastidioso que ha nacido: un año entero ha cortejado a una amiga mía y no ha tenido valor para decirla que era bonita.

—Alabo su prudencia, porque un amante no se debe declarar hasta que las circunstancias se lo permitan. El príncipe de los Masagetas131...

—Considera, prima mía, que la hora se pasa y que el príncipe de los Masagetas no vale tanto como media hora de paseo. Vamos, pues. p. 192

Lucía trajo un sombrerillo y fueron ajuntarse con los demás de la concurrencia; Glanville salió al encuentro de Arabela y quedó satisfechísimo de verla vestida como las demás mujeres.

130 La historia de la princesa Melecinta se hallará en Faramond (VI. 2), el libro que supuestamente está leyendo Arabela; en él se relata que aquella princesa escapó del incendio que ella misma había provocado para evitar un matrimonio no deseado, gracias a la ayuda de su padre, quien la sacó de la habitación donde estaba encerrada y llevó fuera del palacio (Dalziel 409).

131 Se refiere a Orontes; la afirmación de Arabela no se corresponde del todo con lo referido en Cassandre (II.3), de acuerdo con Dalziel: «Orontes Prince of Massagetes betrays his love for Thalestris not by reveling it to a confidant but by the equally common convention of an overheard soliloquy. In all other respects Arabella’s description fits the espisode. The supposed Orithea (Orontes disguised as an Amazon) speaks in a voice interrupted with sighs and sobs, relates his passion and despair, and realizes he is overheard when Thalestris “could not forbeare making a little noise”. He throws himself at the feet of his angry mistress, says he is not fit to ask pardon, and avers his readiness to die in expiation of his guilt» (409).