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Capítulo XXXII
Que, a lo que se presume, causará en el lector varios efectos

Salía el médico del cuarto de Glanville, cuando entraban Carlota y su prima. Díjolas que la fiebre había tomado mucho aumento y, viendo que Arabela se acercaba a la cama del enfermo, añadió que no convenía que se le hablara.

—Teme, ya lo veo, que mi vista lo agite, pero apuesto a que seré mejor médico que él.

A pesar del encargo se arrimó a Glanville, quien la dio gracias con voz muy débil.

—Nada de gracias –le dijo Arabela ruborizada–, si no queréis comprometer mi escrupulosidad. El médico dice que vuestra vida está en peligro, pero me persuado a que la apreciáis lo bastante para corresponder a la buena voluntad con que os miro.

—Prima mía –dijo Carlota–, debes de haber perdido el juicio cuando dices a mi hermano cosas que lo pueden inquietar.

—¿Aún no estás contenta con lo que hago? Pues más haré.

Entonces, descorriendo las cortinas de la cama del enfermo, le dijo con la mayor gravedad:

—Cedo, Glanville, a las solicitudes de vuestra hermana y os concedo el mismo favor que Oronte recibió de Estatira. Os mando, con todo el imperio que tengo sobre vos no solamente vivir, sino restableceros prontamente.

Diciendo así, se echó el velo a la cara para encubrir su confusión y salió apresuradamente del cuarto, esperanzada en recibir, de allí a poco, un billete de mano del enfermo anunciándola su convalecencia y pidiéndola permiso para ir a ofrecer a sus pies una vida que únicamente debía a su generosidad. Glanville, avergonzado de la extravagancia de su prima y poquísimo curioso de oír las reflexiones de su hermana, fingió que dormía. Pero su calentura iba en aumento y el médico declaró, al día siguiente, que el riesgo era muy grande, de manera que no se puso duda en enviar un propio al barón.

Arabela, esforzándose a mostrar gran firmeza de alma, empleaba toda su elocuencia para consolar a Carlota, pero a veces la era imposible detener sus lágrimas. Iba todos los días a ver a Glanville y, en uno de ellos, se aprovechó de un instante en que se vio sola con él, para reñirle su desobediencia.

—Prima –la dijo casi sin voz por lo muy debilitaba– ¿cómo podéis imaginaros que permanezca yo voluntariamente en el estado en que me veis? p. 115

—Debieron cesar vuestros males cuando hice lo que convenía para quitar su causa; ¿qué más exigís?

—¡Ay!... Si vivo... es menester que...

—No se hable de tratado pues os reserváis la facultad de vivir o de morir; pero, no obstante, todavía quiero hacer algo más por vos... ¡Os he mandado vivir y no estáis contento!... Bien, pues os permito que me améis.

Al decir esto, puso su bella mano sobre la boca del enfermo y, un instante después, se fue. Subió la calentura de Glanville al más alto punto, con un violento delirio; pero se le siguió una crisis feliz y se durmió tranquilamente por muchas horas. Al despertar, lo encontró el médico mucho mejor. Carlota, transportada de alegría, voló al cuarto de su prima a darla tan buena nueva, pero, como no la habló de agradecimiento, fue recibida la visita con harta frialdad. Arabela quiso completar la curación de Glanville y fue a verlo en compañía de Carlota.

—Veo –le dijo sonriéndose–, que sabéis obedecer cuando queréis, pero ponéis la obediencia a muy alto precio y no os contentáis con medianos favores.

Observó Glanville que su prima tomaba verdaderamente parte en su bien y respondió:

—Habéis usado conmigo, prima mía, de muchísima bondad y sería yo ingratísimo si no conservara de ello una constante gratitud.

—Celebro infinito que esa virtud no esté enteramente desterrada de vuestra familia y que conozcáis, a lo menos, el valor del servicio que os he hecho.

—¿Tenéis, prima mía, queja de mi hermana?

—Sí, por cierto; sabe que me debéis la vida y todavía está por decirme una palabra obligatoria sobre ello. Mas no importa: sed fiel y respetuoso, Glanville, que yo no seré ingrata. Os confirmo el permiso que os di y añado que no tomaré ya como ofensas los testimonios que me diereis de vuestra pasión.

—Para completar mi felicidad sería también necesario que me prometieseis amarme, porque, sin esto, ¿qué ventajas sacaré?...

—Casi sois tan ingrato como vuestra hermana y os reñiría vuestra presunción si estuvieseis del todo restablecido. Algo se ha de pasar a los enfermos y por eso os perdono vuestra proposición indiscreta; aguardad lo que el cielo quisiere hacer de vos y procurad merecer mi amistad.

Estas palabras, pronunciadas con majestad, hicieron ver a Glanville que no convenían réplicas y, así, se contentó con besar la bella mano que estaba descuidadamente puesta sobre su cama.

Retirose Arabela satisfecha de la curación que acababa de hacer y de haber superado una gran dificultad, porque, según las leyes de la galantería heroica, es un paso difícil el de permitir declaraciones. En llegando a este punto, ya no se trata más que de matar a los competidores y de suspirar algunos años. Entonces se llega a la felicidad y no hay más que decir.