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Capítulo XXIX
Varias reflexiones hechas en un baile

—lnfamáis, caballero, a esa princesa, porque no conocéis los autores que la justifican; sabed que solo amó a Ovidio como hombre de mérito y que únicamente la calumnia pudo hacer aquella amistad sospechosa. Dicho poeta reveló al grande Agripa cuanto había pasado entre él y Julia, y ciertamente nada se ve que no sea inocente en la narración que hace; insisto, pues, en tener a Julia por indiscreta, pero la miro a pesar de este defecto, como una princesa muy virtuosa.

Silven no se atrevió a contradecir a una persona que creía versada en la historia y llena de noticias recónditas ignoradas de casi todo el mundo, pero Glanville, que conocía la fuente de donde las sacaba su prima, no pudo menos de sonreírse de la facilidad con que Silven se rendía; bien es verdad que toda su erudición estaba en una carterita, donde escribía cuanto iba oyendo.

Arabela observó por las familiaridades, sonrisas, ademanes y movimientos que Tíncel conocía a todas las damas de la concurrencia y, como no dudase de que sabía sus aventuras, le pidió que se las comunicara. Muy contento el pisaverde de tener ocasión de maldecir, se la sentó al lado. A empezar iba cuando Arabela llamó a Carlota y a Glanville para proponerles una diversión más agradable que la del baile.

—Estamos en el caso –dijo– de saber las historias de algunas damas que Tíncel nos hará el favor de contarnos.

—Os protesto, prima mía –contestó Glanville– que no tendréis este entretenimiento por tan inocente como el baile.

—¿Y por qué no? No es una indiscreta curiosidad la que me lleva a pedir esta fineza al caballero, sino la esperanza de oír particularidades de importancia.

Tíncel, al ver la seriedad con que Arabela tomaba aquel asunto, se hallaba sumamente embarazado, al tiempo que Carlota se sentó a su lado, con aire muy jovial, y le pidió la historia de una que estaba bailando con maldita gracia. Tíncel respondió, con misteriosa sonrisa, que no estaba todavía pública, pero que nada se le escondía en esta casta de negocios.

—Esa señora –dijo Arabela– será sin duda vuestra conocida y la sabréis de su propia boca. p. 187

—Os aseguro, señora, que su sinceridad no llega a tanto como eso… Ha sido –continuó diciendo en voz más baja– manceba de un cierto señorito y tan bondosa que lo ha acompañado en cuantas campañas ha hecho. Por último, se casó con él en Gibraltar, de donde están recién llegados. El hermano mayor de su marido (señor titulado) lo acogió muy favorablemente, no obstante de no haber querido perdonar nunca a otro hermano suyo, porque se casó con la viuda de un oficial distinguido por su clase y mérito, y aun se sabe que conservó su resentimiento hasta la muerte que aquel valeroso militar buscó bajo los muros de Cartagena126… Observad aquella otra dama de tan afectado porte y manejo: nada la gusta, no hay cosa que merezca su atención; se viste a la francesa porque, según ella, en Inglaterra todo es ridículo, la gente es tosca, sin urbanidad y sin gracia en el modo de vestirse, y sin finura en los placeres; dice que en un país tan feo puede vegetarse, pero no vivir. Al oír esto, ¿quién no imaginará que es una mujer de forma, por la clase, por el nacimiento y por los haberes? Pues nada menos que eso, porque es hija de un mesonero de Spa y ha pasado la mitad de su vida acompañando a los transeúntes hasta los cuartos de su posada, respondiendo sumisamente a las preguntas y aguantando las proposiciones indecentes de los mal criados. Uno de los oficiales primeros del almirantazgo se enamoró de ella y la hizo su mujer; con el matrimonio se la fue la cabeza y se ha engreído tanto que la desprecian y aborrecen cuantos vienen a Bath.

—¿No os previne, prima mía, que la diversión que os proponíais sería menos inocente que el baile? Sabía yo que el Tíncel es rápido en sus narraciones.

—Os aseguro –replicó Arabela– que no sé qué pensar de estas historias, que me parecen retazos de sátira.

—Hay, no obstante, en las conversaciones de Tíncel, el mérito –dijo Glanville– de que pinta bien los asuntos despreciables, ya que no los elija dignos de alabanza.

—Yo creo –añadió Arabela– que la fealdad del vicio solo se hace reparable a los viciosos y que un alma virtuosa no ha menester verlo para detestarlo; a proporción de cómo las ideas son puras, se hace menos notable su aspecto y se pasa junto a él sin siquiera mirarlo.

—No creí haber venido al baile –dijo Carlota, fastidiada de la seriedad con que hablaba Arabela– para oír predicar sobre el vicio y la virtud… ¿Qué mal hallas en lo que Tíncel ha dicho? Me parece que sería dura cosa no poderse divertir algunas veces a costa del próximo.

—Los que gustan de esta diversión ignoran que es una ridiculez y toda ridiculez presta armas a la crítica.

—Has olvidado, prima, que el contar historias viene de ti, que nos has llamado a Glanville y a mí para oír a Tíncel.

—Verdad es eso, pero yo esperaba narraciones sólidas y no unos cuentezuelos tan odiosos como poco instructivos.

Muchas damas del baile, con curiosidad de saber lo que decía la princesa Julia, se la arrimaron. Glanville lo advirtió y, temiendo que su prima se expusiere a públicas bufonadas, pidió a su hermana que buscara algún medio para salir de allí. Carlota, aunque de mala gana, dio gusto a su hermano, fingió un dolor de cabeza y resolvió a Arabela que la acompañara a casa127, adonde las siguieron Glanville, el petrimetre Tíncel y el erudito Silven.

126 Se refiere a Cartagena de Indias, en Colombia, donde murió el 22 de marzo de 1741 Lord Aubrey Beauclerck, la persona en quien podría estar inspirada esta referencia (Dalziel 408).

127 ‘convenció a Arabela’.