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Capítulo VIII
Cuestión que va a resolverse

—Venís oportunísimamente, Glanville –dijo Arabela–, para juzgar un asunto importante: sostiene vuestra hermana que es menos delito en una mujer escuchar las declaraciones de sus amantes, permitir que la escriban y disimular que la besen la mano que el ir a visitar a un amante, reducido a la desesperación, para mandarle que viva.

—Vuestra opinión, prima, ¿es favorable a la vida?

—Y apoyada sobre los ejemplos de las mayores heroínas del mundo.

—En ese caso, preciso es que tengáis razón.

—Pues una vez que la cuestión está resuelta –repuso malignamente Carlota– ve, prima mía, sin diferirlo, a casa de Belmur y ordénale que viva para ti.

—¡Pues, cómo! –exclamó Glanville con la más grande admiración–. ¡Belmur está enfermo y mi prima piensa ir a su casa!

—¡Qué imprudente has sido en revelar lo que puede comprometer a tu hermano! Pero ya que lo sabe, yo precaveré las consecuencias.

—Os aseguro, prima mía, que nada tenéis que temer de mi parte y que es inútil que me ocultéis vuestros proyectos.

—No sois tan moderado como dais a entender, pero, de cualquier modo, quiero que pongáis aparte toda idea de venganza y que confiéis a mi generosidad el cuidado de vuestros intereses... Sabe que tenéis un competidor en vuestro amigo y sabed también que, por consideraciones que os tocan recibí con desvío la expresión de su amor… Leed, leed en alta voz lo que contiene ese papel, mostrad firmeza y no penséis en subyugar a mi enemigo vencido.

Tomó Glanville, temblando, de manos de su prima, la carta de Belmur y apenas leyó dos frases cuando, por más seriedad que quiso fingir, no pudo menos de sonreírse… Carlota, no tan capaz de oír, a sangre fría, una declaración tan extrañamente hecha se echó a reír a carcajadas. Glanville, por no poder contenerse tampoco, empezó a toser, pero, en fin, pudo continuar. Arabela lo interrumpió para preguntar a Carlota qué encontraba de risible en la desesperación de un amante. p. 139

—Mi hermana –dijo Glanville– conoce tan bien a Belmur y sabe con tanta certeza la historia de sus infidelidades que no puede persuadirse a que le haya puesto el amor en tal peligro; no os admiréis, pues, de que esté más dispuesta a la risa que a la compasión; en cuanto a mí, aunque sea mi competidor, me duele su estado.

—Acabad la carta y acaso vuestra hermana no reirá hasta el fin.

Glanville miró a Carlota con seriedad, continuó su lectura y sintió a cada frase nuevas tentaciones de romper en risa, y, no pudiendo ya violentarse más, se fingió muy colérico, arrojó la carta, se paseó por la sala y ganó, con aquella astucia, tiempo para recobrar su seriedad.

—¿Podéis creer –dijo– que yo os vea partir, con gran conformidad, para ir a casa de mi competidor? Orondates, de quien tanto me habéis hablado y a quien he tomado por modelo, ¿hubiera hecho tamaño sacrificio?

—Ignoro cómo se hubiera portado, porque no me acuerdo que se haya exigido de él igual complacencia, pero el valeroso Memnón solicitó de Barsina que fuese a ver a Oxíatres, su competidor. Aún más hizo el esposo de la divina Parisatis, pues la acompañó él mismo a ver a Lisimaco, que estaba enfermo en cama91.

—Mucho temo, prima, no poder imitar al valiente Memnón ni al marido de la divina Parisatis y, pues Orontes no tiene parte en vuestras citas, haré lo que creo que él hubiera hecho.

—Glanville, debo escuchar la voz de la humanidad: vos no sois tan generoso que queráis acompañarme; vuestra hermana, por insensibilidad, se ríe de un amante que la deja, conque yo sola iré a su casa con mis mujeres.

—No, prima mía, no iréis.

—¡Cómo que no iré! ¿Usáis de violencia conmigo?...

Glanville, con voz desmayada, añadió: «… sin verme morir de pena».

—Ni moriréis ni me estorbaréis hacer lo que debo.

—Una de dos, prima: o no ir a casa de Belmur o verme expirar a vuestros pies.

—Nunca se encontró mujer ninguna en situación tan apurada –exclamó Arabela dejándose caer en una silla–. ¿Qué partido tomaré? ¿Dejaré perecer a un desventurado a quien compadezco? ¿Puedo salvarlo a expensas de la vida de una persona a quien no aborrezco? ¡Fatalísima necesidad, tú me fuerzas a ser cruel o injusta o, acaso, las dos cosas a un tiempo!

91 En efecto, cuando Oxíatres enfermó y estuvo a punto de morir, su competidor por el favor de Barsina, Memnón, abandonó sus pretensiones (Cassandre V.3); por otra parte, cuando se casaron Parisatis y Hefestión, Lisimaco, que también la pretendía, cayó gravemente enfermo; Hefestión le visitó diariamente y pidió a Parisatis que también lo hiciera (Cassandre II.2). [Dalziel 403.]