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Capítulo X
Explicación de algunas contradicciones que se hallan en el capítulo precedente

En los términos más obligatorios expresó su admiración la condesa, prendada del entendimiento de su nueva conocida. Por su parte dio también a ver Arabela lo gustosa que se hallaba y, después de los regulares cumplimientos, volvió a su estilo y suplicó a la condesa que la narrase sus aventuras. Esta dama significó una confusión que descompuso a nuestra heroína.

—Os confieso, señora, que lo singular de vuestra petición me ha forzado, a pesar mío, a meditar algunos instantes para convencerme de que una señorita soltera, llena, como lo estáis vos, de pundonor y de entendimiento, no podía hacerla sino ignorando la interpretación, generalmente recibida, del término de que se ha servido: la palabra aventura, entre nosotros, parece como que abraza la idea de libertinaje y no es permitido servirse de ella para expresar los acaecimientos naturales que se suelen verificar en una mujer de honor. En habiéndoos yo dicho –continuó la condesa, apretando amigablemente la mano a Arabela– que soy hija de unos padres respetables, que he tenido una educación bastante buena, que milord *** me obsequió con permiso de sus padres y de los míos, que me casé con él por afecto y que hemos vivido en la mayor unión, tendréis sabida la historia de las más de las mujeres bien nacidas.

—Habéis sido tan buena, señora –dijo Arabela ruborizada–, que me habéis perdonado mi indiscreción, pero debo, a efecto de justificarme, confesar que me tuve por autorizada para pedir aquella gracia por el uso que permitía, en otros tiempos, a las damas del más alto nacimiento contarse mutuamente sus historias.

—No hay cosa más mudable que el uso –añadió la condesa– y tanto, que lo que era honroso mil años ha, puede ser actualmente infamatorio. Una mujer, por ejemplo, del tiempo de que habláis, hubiera pasado por de poco mérito, si no hubiese sido dos o tres veces robada y en nuestros días semejantes sucesos depondrían contra su castidad151. Un héroe de entonces sería ahora un asesino y la misma acción que, en aquellas circunstancias, guiaba al trono, llevaría hoy al cadalso.

—Me parece, no obstante, señora, que el uso no puede mudar la naturaleza de las cosas y si la virtud ha caracterizado en todos tiempos a los héroes, un héroe de aquella edad también sería un héroe.

—Está bien que los efectos de la virtud y del vicio no muden, pues en todos tiempos la una ha merecido la estimación y el otro el menosprecio, pero las preocupaciones de ciertos países y los convenios particulares pudieron producir principios diferentes de los nuestros y graduar de gloriosas acciones que tenemos por viles. p. 216

—Verdad es eso –dijo Arabela algo conmovida–, pero vuestra intención no habrá sido probar que Orondates, Artajerjes, Juba y Artabano no fueron hombres virtuosos.

—No lo fueron ciertamente, si los juzgo por las leyes del cristianismo y por las ideas que tenemos de la humanidad, del honor y de la justicia.

—Pues ellos tenían un valor invencible, usaban de una generosidad sin límites y guardaban una fidelidad inviolable.

—Todo eso es así, pero fijemos con un hecho lo que se llamaba heroísmo. Orondates, uno de los mayores héroes, fue enviado por su padre al frente de un ejército para oponerse a los progresos de un monarca persa que invadió sus estados. Hizo prisioneras a la mujer e hijas de su enemigo y pudo, con tales rehenes, terminar una guerra perjudicial a su patria, pero, usando de una generosidad muy mal entendida, quiso más darlas libertad. Enamorado de una de aquellas princesas, se fue a vivir algunos años entre los enemigos de su padre, se casó con la princesa y pasó a derramar la sangre de sus vasallos, que le amaban mucho. Estas son las acciones que inmortalizan a dicho héroe, pero tomemos la balanza de la equidad y pesémoslas: en ellas veremos flaqueza, ferocidad, bajeza y, en fin, cosas enteramente contrarias al heroísmo que nuestra moral y nuestras costumbres aprueban. Es, pues, cierto –continuó la condesa sonriéndose–, que lo que entonces se llamó virtud, puede ser vicio ahora y también lo es que para formar un héroe de nuestros días es menester un hombre que no se parezca, de modo alguno, a Orondates.

El ademán candoroso de la condesa, el sonido de su voz, la fuerza de sus razonamientos y la honradez con que sostenía su opinión no pudieron dejar de causar gran efecto en el ánimo de Arabela, que estaba agitada, sorprehendida* y cortada, pero no convencida. El heroísmo novelesco estaba hondamente gravado* en su corazón y familiarizada con él desde la infancia de suerte que no veía virtud, fama, generosidad, honra ni valor, sino en las acciones de Juba, de Orondates, de Artajerjes, etc. Esta conversación originó en sus ideas un tumulto que se asomó a su fisionomía; conociolo así la condesa y temió haber perdido la confianza que quería ganar. Arabela gustó mucho de la conversación de aquella dama y la miró con la estimación respetuosa que imprime el verdadero mérito. Cuando la condesa se levantó para acabar la visita, Arabela la hizo muy vivas protestas de su inclinación afectuosa y los cumplimientos de ambas partes fueron tan sinceros cuanto finamente expresados. Quedó contentísimo Glanville, la salió acompañando y la rogó que continuase sus excelentes consejos, y la dio a conocer, con ingenio, cuán interesado era su corazón en el éxito de sus sabias lecciones. Prometiole la condesa cultivar la amistad de Arabela y, con una sonrisa muy agradable, aplaudió su elección.

No estaba ya Arabela en la sala cuando volvió Glanville, pero sí el barón.

—¡Ay, padre mío! –dijo en el enajenamiento de su gozo–. ¡Esta amable condesa conseguirá ciertamente mudar el modo de pensar de mi prima!

—Dígote, hijo mío, hablándote con sinceridad, que no sé cuál de las dos es más estrafalaria. ¿Qué dianches de cuentos nos ha embocado152?... Héroes, virtud, vicio, gloria y unas cosas allá, que ni Lucifer podría retener en la memoria. Tengo para mí que pondrá a Arabela más loca de lo que está, si es que esto cabe. p. 217

Glanville, algo desabrido de la defectuosa manera de juzgar de su padre, procuró despreocuparlo de su error y consiguió, al fin, que conviniera en que nadie podía comportarse con más astuta finura. La condesa, determinada a proseguir la curación emprendida, pensaba en los medios de presentar a Arabela entre las gentes, vestida como las demás mujeres y en ser su égida* contra las burlas de la malignidad, cuando, por desgracia de nuestra heroína, supo que su madre estaba muy enferma y que la urgía la precisión de acudir a su presencia. Mucho afligió a Arabela su partida, así como para Glanville fue un duro contratiempo. A la sazón recibió el barón cartas de Londres en que le decían que su persona era allí necesaria. Determinó llevarse consigo a su sobrina para que viera la capital y, pocos días después, se verificó la marcha. Mientras esta duró, no hubo más que algunas equivocaciones de parte de Arabela; y, para no cansar al lector con narracioncillas insustanciales, llevaremos a nuestra heroína a Londres, sin diferirlo más.

i Mantengo la forma del original, habitual a comienzos del siglo xix.

ii Mantengo la forma del original, habitual en aquella época (Aut).

iii égida] égide, pero corrijo de acuerdo con el significado de ‘escudo’, ‘protección’, ‘defensa’, ya registrado en el diccionario académico de 1822 (NTLLE).

151 Haldas en cinta: «remangarse la falda o la túnica» (DRAE).

152 ‘qué demonios de cuentos nos ha hecho creer’; embocar es «por metáfora […] hacer creer a uno lo que hay, proponiéndole por cierto lo que no es» (Aut).