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Capítulo VIII
Emplea Glanville, sin éxito, muchos medios para corregir a Arabela de su heroísmo

Levantose Arabela e hizo una seña a Carlota para que la siguiera. Así que estuvieron solas en su cuarto, echó a llorar. Carlota, admiradísima, la preguntó la causa de su extremo dolor.

—¡Ay! –respondió–. ¡No tengo motivos para juzgarme la mujer más desgraciada del mundo! He causado la muerte del triste Silven y toco ya el momento de ver a Glanville herido de una desesperación violenta.

—¿Por eso te agitas y lloras, prima mía? No tienes de qué, sosiégate: Silven está muy vivo y, en cuanto a mi hermano, no sé que tenga intención de desesperarse.

—¡Pues cómo! ¿No ha muerto Silven? ¿No fue mortal su herida?

—¡Su herida! Vaya, prima, dime de buena fe: ¿de dónde sacas unas ideas como esas?

—Pues entonces voy a mandarle por escrito que viva.

—¡Oh! Respondo de su obediencia.

Pidió Arabela recado de escribir y, viendo entrar a su primo, le dio parte de su intención.

—Ya está desterrado –le dijo–, conque así no tengo que temer sus persecuciones.

—Os juro, prima, que vivo tranquilísimo sobre ese punto… y para ahorraros el trabajo de escribir, puedo deciros que goza una salud muy cabal.

—¡Como es dable que así sea! Según el orden natural de las cosas bien sabéis que debe…

—Lo que sé es que Silven no se tiene por obligado a obedeceros y que lleva su impudencia hasta dudar que podáis desterrarlo de su país146.

—Pero…, mi autoridad se funda sobre el poder que me dio.

—Eso es lo que positivamente niega y, además, opina que el mismo derecho tiene él para dar este poder que vos para ejercerlo, porque ambos vivís sometidos a las leyes del país que habitáis. p. 212

Tan maravillada quedó Arabela de oír estas proposiciones que dio a creer, por unos instantes, a Glanville, que había encontrado un medio para curarla de sus nociones extravagantes; iba este a continuar cuando ella, mirándole con gravedad, le dijo:

—El imperio del amor tiene leyes propias como el de la honra y ya sabéis que no tienen relación con las demás.

—Perdonadme, prima: las leyes han fijado los límites de la honra y del amor.

—No puede ser eso, porque veo en ello contradicción. Por ejemplo, las leyes prohíben quitar la vida a cualquiera; el honor manda, muy frecuentemente, buscar al enemigo para quitársela y, como no cabe que una cosa sea justa e injusta, resulta necesariamente que la ley que condena y la que justifica son opuestas, y, de consiguiente, independiente una de otra. ¿Qué responderéis a esto?

—Habéis probado muy bien que lo que se llama honor no es lo mismo que lo que se llama justicia; si queréis darme el gusto de oírme, yo…

Arabela, poseída de su asunto, no le dio tiempo para acabar; se extendió mucho sobre el imperio del amor y probó que, no solamente era la pasión de los héroes, sino que también todos ellos la fueron deudores de su celebridad.

—El amor –continuó ella diciendo– pide una obediencia a que no se oponga consideración alguna, una obediencia infinitamente más sumisa que la que los reyes exigen de sus vasallos. «Viviré, señora», dijo el Príncipe de Escitia a Estatira, «pues lo mandáis: no debe la muerte tener imperio sobre una vida en que os interesáis». «Mandadme vencer», dijo Juba a la sin par Cleopatra, «y miraré ya a mis contrarios como vencidos»147. Encontradme, aun para los más grandes monarcas, unos títulos comparables a los que se dan a las soberanas de los corazones, como árbitro divino de mi suerte, divinidad visible, diosa mortal y tantos otros igualmente sublimes.

Glanville perdió la paciencia, desvió la conversación con una pregunta extraña y se fue, poco después, más que nunca desesperado de vencer la manía de Arabela.

146 ‘lleva su descaro’.

147 De acuerdo con Dalziel (412), la primera cita no ha podido ser registrada, mientras que la segunda parece remitir a Cléopâtre II.4.