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Capítulo XXX
Mucho heroísmo

Volvió Glanville por la tarde, animado y alegre con el vino que había bebido en compañía de su amigo Jorge. Dijéronle que las primas estaban juntas y entró a verlas. Cierta impresión de languidez esparcida por la fisonomía de Arabela daba tanto realce a su hermosura, que no pudo mirarla sin conmoción.

—Bella prima –la dijo–, ¿continuaréis eternamente en tratarme con la misma crueldad? ¡Cuán dispuesto me siento a adoraros!... ¡Decidme, siquiera, que no me aborrecéis!

Arabela, lisonjeada con el cumplimiento, volvió sus bellos ojos a mirarlo. Glanville, fuera de sí, la tomó una mano y imprimió sus labios en ella.

—¿Qué significa esa nueva osadía? ¿Qué es lo que me pedís con ese enajenamiento? Ya sabéis que he puesto condiciones al perdón que os he prometido y os declaro nuevamente que no habrá cosa que alcance a conmutarlas: probadme que no sois cómplice de mi raptor y al instante os vuelvo mi aprecio.

—¡Ay, prima! No dudéis que yo compraría la dicha de agradaros al precio de mi vida.

—No pido vuestra vida y aún tengo para mí que vuestra culpa podría expiarse con menor castigo.

—¿Qué exigís, pues, de mí, ángel mío?

—¿Ignoráis lo que hizo Oronte* por Talestris después de haberla ofendido69?

—¡Así se hubiera ahorcado! –replicó Glanville con mucha cólera.

—Sois severísimo con ese príncipe infeliz: sabed que su inocencia era menos dudosa que la vuestra.

—¿Severísimo? –preguntó Glanville, examinando la seriedad de su prima–. ¿No era un bribón que merecía la horca, pues faltó a una dama como Talestris? Según mi dictamen, por más que sea la severidad con que se le juzgue, no basta.

—Las apariencias están contra él, lo confieso, pero tuvo alguna razón para estar celoso: bien que fue tan dueño de sí mismo cuando más encolerizado estaba, que no sacó la espada.

—¡Sacar la espada! ¡Oronte! ¡Orondate! ¡Sacar la espada contra Talestris! ¡Contra una mujer! Me parece que esa idea ofende las reglas del heroísmo. p. 110

—No juzguéis a Talestris por el concepto común que se tiene de las mujeres: más de un guerrero pereció a manos de esta amazona.

—¡Ah, cielos! –exclamó Carlota–. La vista de semejante mujer me asustaría; concibo que debía tener mucho del género masculino.

—Te engañas: era la más hermosa de su sexo y la más amable al par de que su corazón era tierno, era su fuerza maravillosa.

—Nunca me persuadirás a que una mujer que mata guerreros no tenga brazos de hombre y corazón de tigre. Creo que semejante monstruo jamás ha existido.

—¿Dudas que haya habido una Talestris, reina de las amazonas? Todo el mundo sabe, o debe saber, que Oronte la acusó de haber tenido manejos ocultos con Alejandro, que por una carta impertinente que él la escribió, ella lo buscó para matarlo y que, habiéndolo encontrado, le puso muchas veces la punta de la espada al pecho sin que él hiciera movimiento alguno para defenderse.

—Decidme, os ruego, bella prima mía, lo que se hizo esa reina de las amazonas: ¿no estuvo en el sitio de Troya o bien no la colocó Milton entre sus diablos?

—Jamás estuvo en el sitio de Troya, pero sí en el de Babilonia, con el fin de libertar a Estatira y a Parisatis, y en este mismo sitio fue donde encontró a su amante70.

—Ojalá que lo hubiera atravesado de parte a parte con esa famosa espada de que me hablasteis poco ha para que no se hablase más dél.

—Dígoos que violentáis mucho las cosas: ese hombre a quien tanto aborrecéis volvió a su gracia, reconoció la inocencia de Talestris y, para castigarse de haber formado de ellas sospechas injustas, abandonó la sociedad de los hombres y se retiró a una caverna donde ciertamente hubiera acabado sus días si Talestris misma no lo hubiera sacado de allí, asegurándole que lo perdonaba.

—Pues bien, prima mía, otro tanto quiero hacer por vos: me meteré en la cueva de un tratante de vinos y allí haré penitencia como Orontes si me prometéis imitar a Talestris.

—No pido eso: os he dicho que estabais justificado en mi corazón, pero que era necesario que vuestra inocencia fuese pública. Sin esto (os lo repito) no es posible que vivamos con intimidad.

—Pero si os traigo las dos orejas del picarón con quien me sospechabais (no sé por qué) de acuerdo, ¿me daréis por justificado*?

—¡Oh! Certísimamente.

—¡Pues cómo, prima mía! –interrumpió Carlota–. ¿Excitáis a mi hermano a cometer un delito?

—Tengo dél tan buena opinión, que no dudo que volverá cargado de los despojos de mi enemigo.

—Pero, ¿no sabes que está prohibido cortar las orejas a nadie bajo tales y tales penas?...

—Sé que Glanville es capaz de vengarme y que no vacilará en imitar a Juba, a Cesarión, a Artamenes y aun a Artabano, que, sin ser príncipe, merecía serlo71. p. 111

—Si todos esos personajes fueron asesinos, espero que mi hermano no los imitará; ¡hermosa virtud por cierto: matar hombres y cortar orejas!

—Te imaginas (ya lo veo) que, vengándome, se expondría al rigor de las leyes, pero observa que no las hay para los héroes, porque estos matan cuanto se les antoja, sin dar cuenta a nadie.

—Muy probable me parece eso –replicó Carlota irónicamente– pero te ruego que no empeñes a mi hermano en cortar orejas: tu interés y el suyo se oponen igualmente a ello porque si, por complacerte, mutilase a alguno, las leyes procederían contra él y tu reputación padecería. Sobre esto atente a mi dictamen.

—Tú no tienes idea de lo que forma la reputación: la de los hombres consiste en el valor, pero la nuestra en el ruido que hacemos en el mundo: mientras más contrarios arrolla un héroe, más ilustre es; supón que deben su valor a una mujer y conocerás cuanta celebridad la dará esta circunstancia. Cleopatra y Estatira acaso habrán causado la muerte a cien mil hombres y no creo que nunca se haya censurado su virtud ni el valor de sus obsequiantes.

—Pues yo –repuso Carlota– no tendría gran pesadumbre de que dos hombres, igualmente amables, sacasen la espada para disputarse mi conquista, pero sentiría en el alma que se derramase una gota de sangre.

Glanville soltó una carcajada al oír la sencillez de su hermana y Arabela se sonrió de que limitase a tan poca cosa el efecto de sus prendas y gracias.

Para acabar la conversación, ofreció Glanville reñir con Eduardo luego que lo encontrase y precisarlo a que confesara delante de Arabela que él no había tenido parte en su perfidia. Todo así convenido, Carlota se retiró a su cuarto y Arabela se quedó en el suyo, contenta de lo que había hecho por su propia gloria.

i Unas veces se transcribe Oronte, como aquí, y otras Orontes. Mantengo esta alternancia del original.

ii justificado] que ficado. Corrijo el original «qué ficado» porque es incomprensible, a la luz de la traducción francesa de 1801, donde se dice: «Mais, si je vous apporte les deux oreilles du coquin avec qui vous me supconnez (je na sais pourquoi) d’avoir des liasons, me trouverez-vous bien justifié» (I.30. 152-153).

69 Talestris, reina de las amazonas, permaneció con Alejandro Magno varios días con el objetivo aparente de engendrar un heredero, siguiendo la tradición de aquel reino (Cassandre III.6), lo que motivó los celos y la furia de su enamorado Orontes. Este se retiró a una soledad melancólica cuando descubrió su error en relación a los propósitos de Talestris (Dalziel 397).

70 Talestris se presentó ante Alejandro Magno acompañada de 300 mujeres; incluso algún historiador antiguo refiere que engendró un hijo del emperador. No participó en el sitio de Troya, pero sí en el de Babilonia que pone fin a Cassandre, donde efectivamente se reencuentra con Talestris. John Milton no incluye a Talestris en su Paradise Lost (1667).

71 Juba es nombre con el que se denominaba también a Coriolano; Artabano es otro personaje de Cléopâtre, hijo de Pompeyo y Cordelia, que contrae matrimonio con Elisa, reina de los Partos.