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Capítulo XV
Aventura al estilo novelesco

—Acordándome de lo sucedido, me admiré mucho de verme tratado con tanta benignidad: mis heridas estaban curadas y vendadas, y yo nada notaba de siniestro en las fisonomías de los que me guardaban. Supliqué a uno de ellos que me nombrase la persona a quien yo debía tales demostraciones de benevolencia. Respondiome, con la mayor honradez, que los cirujanos habían ordenado que no hablase y que él me pedía que no retardase mi curación con inquietudes. Reiteré mis súplicas, pero mi guarda, en vez de responderme, se apartó al otro extremo del cuarto y se mantuvo sordo a todas mis preguntas; sospeché misterio en el cuidado con que se me trataba y aguardé con paciencia el desenlace. Bastaron tres semanas para curar todas mis heridas. Al cabo de este tiempo, vi entrar en mi habitación a una mujer de mediana edad; acercose a mi cama y me preguntó cómo estaba, y, después de haber hecho una seña a mis enfermeros para que la dejaran sola, me habló así: «Sin duda os habrá producido admiración la asistencia que habéis experimentado y, acaso, más la puntualidad observada en ocultaros el paraje en que estáis: no os producirá menos el saber que habitáis en el castillo de ***, del mismo príncipe Marcomiro, cuyo ejército habéis derrotado y a quien también habéis herido». «¿Qué decís, señora? ¿Estoy en casa de un príncipe a quien quise quitar la vida? ¿Es dable que sea mi bienhechor quien tan indignamente peleó conmigo?». «No, no es él», replicó la dama; «escuchadme: el príncipe Marcomiro, perdida la batalla, venía a este pueblo, a donde se habían refugiado su hermana y otras muchas damas de la corte: no estaba lejos de él cuando vuestro indiscreto valor os indujo a emprender aquella desigual pelea que…».

—Dejadme hacer, Belmur –dijo Arabela–, una corta observación: merecéis alabanzas, pero yo no pienso como esa señora en cuanto a que una batalla de quinientos hombres contra uno solo sea la más desigual que se haya visto: el valiente príncipe de Mauritania sostuvo el esfuerzo de mil guerreros armados; el príncipe de Egipto… p. 160

—Ruégoos, señora, que reparéis en que cuento mi historia y por modestia disminuyo, en vez de aumentar, mis hazañas; además de que la dicha dama sin duda no tenía conocimiento exacto de los héroes y quizá lo dijo con intención de adularme. «La noticia de que el príncipe estaba peligrosamente herido», continuó la del castillo, «y de que lo traían juntamente con el causador del daño se esparció por todo el pueblo, su hermana Sidimiris le salió al encuentro; examináronse las heridas y se graduaron por de mucho riesgo. Mandó Sidimiris que se os custodiara con la mayor vigilancia y prometió (si su hermano moría) sacrificaros sobre su mismo sepulcro. Salió del cuarto de Marcomiro embebida en aquella idea e iba a entrar en el suyo, a tiempo que os pasaron por delante de ella algunos soldados que os traían sin sentido; os habían quitado el morrión para que os diese el aire99, teníais cerrados los ojos, entreabierta la boca, la palidez de la muerte en el rostro y un cierto ademán atractivo que desarmó a Sidimiris. “¿Es ese quien hirió a mi hermano?”, preguntó a los soldados. “No lo podemos dudar”, dijo uno de ellos, “porque ha reñido contra quinientos hombres, ha muerto cinco o seis docenas de ellos y, si no se le ha roto la espada, no deja uno a vida”. “Llevadlo”, dijo Sidimiris. “Curadle las heridas y tenedle siempre con centinela de vista”. Os volvió a mirar con atención y luego se entró en su cuarto y se tiró sobre una silla, sobremanera agitada. Creí que su pena la causaba el peligro del príncipe y empleé para consolarla las expresiones que me parecieron más oportunas: “¡Ay, amada Zamira!”, me dijo. “Estoy más culpada de lo que imaginas… No basta la situación de mi hermano para desterrar de mí la compasión que tengo a su enemigo… Sí”, prosiguió diciéndome con señas de ruborizarse, “desde que lo vi me pareció menos delincuente, admiro su valor y me siento dispuesta a condenar en Marcomiro la acción de haber peleado tan cruelmente con un guerrero de tal valor…”. Yo», dijo Zamira hablando por sí, «amo a los héroes, logro algún ascendiente sobre el ánimo de Sidimiris, porque la he educado y no he perdido ocasión de mantenerla en el favorable concepto que había formado de vos. Por esto no se descuidó Sidimiris en poneros dos asistentes de su confianza a quienes encargó que os trataran con cuantos miramientos fuese posible y les prohibió expresamente deciros dónde os hallábais. Quitaron los cirujanos el vendaje a las heridas de Marcomiro y declararon que ninguna era de peligro. Llamó a su hermana, diola gracias del pensamiento de vengarlo y profirió mil imprecaciones contra vos. Disimuló su pena Sidimiris, pero cuando estuvimos solas me dijo con desfallecida voz: “¡Ah, querida Zamira! ¡Cuán arrepentida estoy de mis furores contra ese desgraciado! Mi hermano quiere que muera, y yo me he constituido cómplice suya con una indiscretísima promesa”. Yo la aconsejé que contradijese al príncipe y que emplease arte y astucia para ganar tiempo. Algunos días después advirtió Sidimiris que Marcomiro daba órdenes para verificar vuestro suplicio y se determinó a aventurarlo todo por salvaros. Hemos corrompido a la guardia y esta misma noche seréis puesto en libertad. Sidimiris me ha mandado que no os dé a conocer a vuestra bienhechora, pero yo (que no he querido que sea comprendida en el odio100, que sin duda conserváis a la sangre de Marcomiro) he resuelto ahorrar a vuestra grande alma una equivocación, que obscurecería el mérito de Sidimiris».

99 ‘os habían quitado el casco’.

100 ‘no he querido que sea parte del odio’.