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Capítulo XXI
Conclusión de la historia de Belmur

—El silencio de Filoniza –continuó Belmur– me oprimió el corazón, pero cuando se levantó para irse, perdí totalmente el uso de mis sentidos. Filoniza llamó a sus criadas y usó de la benignidad de unirse a ellas para volverme a la vida. Al abrir los ojos tuve el consuelo de fijarlos en mi bienhechora y la rogué que aceptase el sacrificio que la quería hacer de mis días. «¡Ah, Belmur!», me dijo llena de rubor, «¿qué derechos no tenéis sobre mi corazón?... Renunciad a vuestro designio cruel y tened entendido que vuestra muerte es la única cosa que no podría perdonaros». Fuese sin aguardar mi respuesta y yo interpreté tan a mi favor lo que acababa de decirme, que resolví procurar mi más pronto restablecimiento. Pero la suma agitación de mi ánimo aumentó de tal modo mi calentura, que me puse verdaderamente de peligro. El barón Artagestes no se apartaba de la cabecera de mi cama y Filoniza me visitaba con frecuencia. Un día se me acercó y me dijo: «¿Con que así me obedecéis, Belmur?». «Al cielo pongo por testigo», la repliqué, «de que no hay para mí cosa más respetable que vuestras órdenes: vos os dignáis de interesaros en que yo viva y yo quisiera que consistiese en mí el vivir». Algunos días después llegué a los últimos: entonces me dio pruebas Filoniza de que no me aborrecía, porque la vi derramar lágrimas que me causaron tal efecto, que mi enfermedad, desde aquel instante, tomó un aspecto favorable. Diéronme los médicos por fuera de riesgo, vino a verme el barón Artagestes y, al entrar, mandó a los que le acompañaban que lo dejaran solo. «Príncipe», me dijo (porque yo le había dado a conocer mi título cuando le conté mis aventuras), «no ignoro el amor que tenéis a mi hija y que ha estado para costaros la vida. ¿Por qué no me disteis a conocer antes vuestra pasión? Me hubiera honrado con vuestra alianza y no hubiera repugnado mi hija que su libertador fuese su esposo. Prométoos, príncipe, que os la daré inmediatamente que estéis bien restablecido». Dada esta seguridad, se fue el barón de Artagestes y un instante después entró Filoniza presentándome la mano, que besé mil veces, asegurándola de que mi agradecimiento y amor serían tan duraderos como mi vida. Pero la fortuna, que se me presentaba tan favorable, me estaba preparando dolores y tormentos. Íbase mi salud fortificando de día en día y el barón de Artagestes no pensaba más que en dar disposiciones para mi matrimonio… Una noche (¡oh noche para siempre funesta!) oí gritar a Filoniza y, de allí a algunos momentos, vi entrar a su padre en mi cuarto, con todas las señales de una amarga desesperación en el rostro. «¡Hijo mío», así habló, «tú y yo hemos perdido a Filoniza! Acaban de robarla, la noche está muy obscura e ignoro el camino que ha tomado el robador…». «¡Ay, padre mío!», exclamé. «No hagáis diligencia alguna, que yo soy quien ha de libertarla: lo conseguiré o pereceré en mi empresa». Diéronme un caballo, me vestí las armas y partí con el corazón rebosando iras y venganzas. Toda la noche corrí sin parar; al apuntar la aurora divisé una aldegüela*, donde tomé algunos informes, pero en vano, pues ninguna noticia adquirí ni de Filoniza ni de su robador. Después de muchas correrías volví a la casa de campo, extenuado de fatiga. No me fue posible acostumbrarme a estar en ella y, así, me despedí del barón de Artagestes, ofreciéndole continuar mis diligencias en busca de su hija. No ha querido el cielo concederme tanta felicidad. He viajado muchos años sin éxito y el tiempo no ha podido borrarla de mi memoria, pues aunque otro objeto ocupe mi alma y llene mi corazón, no ceso de deplorar sus desdichas.

—¿Es esa toda vuestra historia –preguntó Arabela con mucha gravedad– o debo todavía aguardar la conclusión?

—Nada más tengo que añadir, sino algunas circunstancias menudas, omitidas por abreviar. Confío en que habréis formado de mí un justo concepto y en que fallareis que he sido más desgraciado que infiel, y resultará de todo que conozcáis que Glanville no hizo bien en quererme graduar de inconstante. p. 170

—Demasiado favorablemente os trato, mejor os hubiera caracterizado si os hubiera añadido la cualidad de ingrato: vuestro olvido de la generosa Sidimiris es imperdonable, pero el sosiego con que vivís estando Filoniza bajo el dominio de un indigno robador debe colocaros en la clase de los amantes más pérfidos.

—¡Ah, señora! –repuso Belmur, que no había previsto el resultado del fin de su historia–. ¿Qué podía hacer un infeliz después de haber gemido, penado, viajado y empleado, finalmente, cuantos recursos suele aconsejar la esperanza? ¿Es culpa en mí el amar, después de muchos años de ansias y tormentos, a una persona a quien, sin injusticia, no pueden rehusársele adoraciones?

—No os canséis en justificaros: el objeto de que habláis no puede lisonjearse de poseer un corazón inconstante; si hubierais imitado tan bien a los héroes en la perseverancia, como los imitasteis en el valor, aún suspiraríais en vuestra gruta o andaríais discurriendo el mundo: acaso en este mismo instante encontraríais a Filoniza bajo un árbol, como estuvo Delia, o disfrazada de esclava, como Olimpia. Navegando por los mares, hubierais también podido dar con ella: Ambiomer consiguió la gloria de socorrer a Agiona y la incomparable Elisa fue sacada por su amante de las manos de los piratas107. Estos hechos os condenan.

—No cites más, sobrina mía –dijo el barón–, que ya has dicho más de lo que es menester para probar su inconstancia.

—Tío mío, si acumulo ejemplos, es para indicarle las huellas que debe seguir. Estad cierto, Belmur, de que el cielo no os volverá jamás la corona a que tenéis derecho, mientras fuereis indigno de su protección por tan vergonzosa conducta. Por ventura hablo con sobrada franqueza, pero este lenguaje me está bien. Os declaro, príncipe, que no admito vuestros votos y aun os prohíbo el que me veáis, hasta que hayáis hecho lo que debéis.

Dada esta orden, salió Arabela majestuosamente de la sala y dejó a Belmur confundido de haber finalizado tan mal la historia de sus amores.

i aldegüela] forma habitual entonces que recoge Aut y se mantiene hasta el diccionario académico de 1933 (NTLLE).

107 Delia, amada de Ariobarzano, gobernador de Cío (363-337 a.C), es personaje que se describe en Cléopâtre IV.3; en la misma novela (VI.3) aparece el episodio referido de Olimpia, en Pharamond IX.1 el de Agiona y de nuevo en Cléopâtre (III.4) el de Elisa (Dalziel 405).