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Capítulo XXXIV
Se emprende una conversación que no se acaba

Interrumpió a Arabela un criado que llegó a noticiarla la venida del barón. Carlota voló al encuentro de su padre. Arabela, menos viva, anduvo con lentitud y dio tiempo al caballero para hablar con ella algunos instantes más.

—Me persuado, señora –la dijo–, a que experimentáis una conmoción tierna cuantas veces leéis la historia del desdichado Alejandro: el espectáculo de la muerte que le preparaban era horroroso, es verdad, pero ¡cuán glorioso sufrirla por el objeto que adoraba y más sabiendo que la princesa Artemisa, lastimada de su suerte, le consagraría pesares y lágrimas! No le tengo lástima, porque, después de la dicha de poseer lo que se ama, no conozco otra mayor que la de morir por el mismo objeto.

Arabela, embelesada de oír un lenguaje tan conforme a su modo de pensar, miró al caballero con un modo y con una sonrisa que ponía patentes todos los atractivos de su persona.

—No podéis hablar –le dijo– más racionalmente y no tengo duda en que amáis algún objeto capaz de comunicaros sentimientos tan nobles.

—Confieso que mi corazón está sujeto con las ataduras del amor... Amo a una persona que reúne en sí todo lo más bello que sabe formar la naturaleza, pero solo me es permitido suspirar por ella en silencio.

—Pudiera no ser exacto el retrato que hacéis de la que amáis, porque los amantes no ven como los demás.

Cortose este diálogo por la llegada del barón a abrazar a su sobrina. Arabela lo tranquilizó sobre el cuidado del enfermo y lo llevó a su cuarto. Glanville recibió a su padre con la expresión más viva y afectuosa; le dio gracias de lo que por él hacía y riñó a su hermana por el susto que le había ocasionado. El padre, alegrísimo de encontrar a su hijo convaleciente, manifestó a Arabela cuán agradecido la estaba por el cuidado que había tenido de su salud. Nuestra heroína, creyendo que las gracias tenían por cimiento la orden de sanar que había dado a Glanville, se corrió y dijo luego:

—Os aseguro, tío mío, que debe tanto a la naturaleza como a mi benignidad y aun pudiera yo asegurar que no es tan obediente como algunas personas que pudiera nombrar.

Glanville, para atajar preguntas, desmenuzó a su padre los principios, progresos y fines de su mal, pero el barón, en habiendo escuchado a su hijo, preguntó a su sobrina por qué acusaba a su primo de desobediencia.

—¿Se ha rebelado contra los médicos? p. 120

—No, pero si hubiera ejecutado mis órdenes, menos hubiera sufrido.

—¿Tienen tus ordenes, sobrina mía, virtud para operar curaciones?

—No en general, pero como se trata de Glanville, es un caso particular.

—Me parece –dijo el anciano riéndose– que mi hijo te ha obedecido muy bien, pero temo que le des órdenes contrarias y así te hago responsable de su vida.

—¡Qué imperio tiene la hermosura! –dijo el caballero Jorge en un tono de íntima persuasión–. ¡Qué diestras son las mujeres para conciliar las cosas más opuestas! Si se las oye, no tienen culpa de las muertes de los que envían a la sepultura los pesares de no ser amados; sobreviene una calentura, puede desvanecerla sola una palabra; se rehúsa y el enfermo expira. No hay cosa más común que estos acaecimientos, pero no concibo cómo puede el corazón de una mujer ejercitar semejante tiranía sin que lo acosen los remordimientos.

Rieron mucho el barón y Carlota de la gravedad de Jorge y Glanville, aunque resentido de oír burlarse de Arabela, tuvo que morderse los labios, para no reírse. Solo Arabela no cayó en la burla y dio nuevos motivos al caballero para agradarla y divertirse.

—Recelo –le dijo Arabela– que sois de aquellos que llaman severidad lo que las mujeres honradas llaman decencia; sin duda no alcanzáis cuán ofensiva es una declaración indiscreta: nombradme un solo delincuente que no se haya hecho él mismo justicia. Si una sensibilidad demasiada causa enfermedades y aun muertes, ¿es, acaso, culpa de la dama ofendida? Es injusto atribuir al abuso de su poder un suceso que es la consecuencia de un delito.

—Vuestra elocuencia, señora, vuelve buenas todas las causas de que queréis encargaros, pero como soy interesado en desear la seguridad de mi sexo, permitidme que sostenga, que un hombre no merece ser aborrecido si tiene arte para ocultar su pasión.

—Pero luego que se atreve a declararla, sale de los límites del respeto y su presunción merece un rigoroso castigo.

—Si las mujeres (entiendo de las que hablamos) hiciesen distinción entre los que las adoran en silencio y los que no reconocen el poder de sus atractivos, se ahorrarían el disgusto de oír declaraciones ofensivas, pero cuando los cuidados, las atenciones, las ansias, los suspiros y, en fin, cuanto el amor más vivo puede expresar, no vale a un amante apasionado más que signos de indiferencia, debe presumir que su idioma mudo no se entiende, y me parece que entonces no tiene otro partido que tomar que el de declarar sus tormentos a la que los ocasiona y hacer sus esfuerzos para moverla a sensibilidad.

—Ese medio, señor, es el menos prudente que puede elegir, porque lejos de adelantar, atrasa sus progresos, se expone a perder la ocasión de ver a su amada, de admirarla y de recibir sus órdenes, y sacrifica una felicidad sólida a una incertidumbre, se muestra falto de conducta, de prudencia y aun de razón, y debe ser castigado, o como un loco o como un insolente.

FIN DEL TOMO PRIMERO