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Capítulo XI
Conversación sabia, interrumpida inoportunamente

Aunque el marqués estaba inquieto con la obstinación de su hija, no se resolvía a usar de su autoridad; era el último medio de que pensaba servirse.

La llegada de su sobrino le volvió alguna parte de su tranquilidad y, después de haberle reñido algo sobre su extravagancia, le encargó que fuese él mismo a hacer las paces con Arabela.

Glanville voló a su cuarto deseosísimo de nuevos conocimientos sobre sus atribuidos delitos. No lo recibió, porque Lucía le dijo que se estaba desnudando. Paseose Glanville mientras llegaba la hora de cenar, saliola al encuentro cuando la vio venir, díjola cosas muy atentas y solo recibió respuestas frías; una cierta languidez pintada en sus ojos añadía tantas gracias a las de su persona que Glanville la vio con nueva admiración. Pusiéronse a cenar y, a los postres, quiso Arabela retirarse, pero su padre la pidió que acompañase a su primo hasta que él hubiera cerrado su correo para Londres...

—Prima mía –la dijo Glanville–, ya que no queréis tener mando sobre mí, espero siquiera que no os resentiréis de una vuelta totalmente debida a vuestras órdenes y a mi obediencia.

—Supuesto, señor, que no me es permitido tener voluntad, agrádeme o no me agrade la cosa, nada debe importaros mi resentimiento ni mi gusto.

—¡Nada! Yo os aseguro que no es así. Pongo por testigo al cielo de que si alcanzara los medios de agradaros me los veríais emplear con cuanto celo cabe en mí... Decidme, pues, os lo suplico, cómo he podido ser tan infeliz que haya incurrido en vuestro desagrado.

—Me parece que os lo he dicho clarísimamente.

—¡Pero es verdad que os enojáis cuando os aman! ¿Es este suficiente delito para ser echado de vuestra presencia?

—Es inútil que sepáis si me enojo porque me amen, mas sabed que me ofendo de que me lo confiesen.

—Pero, prima, si el que tiene el atrevimiento de deciros que sois amable y que os ama no es de nacimiento inferior al vuestro, me parece que no debéis graduar de injuria semejante declaración; no estáis obligado a amarlo, mas debéis agradecerle la buena opinión que tiene de vos.

—Si el amor es un sentimiento involuntario, ¿qué gratitud tengo que mostrar a quien me ame? p. 65

—Si confesáis que el amor es involuntario, habéis de convenir en que también lo es la ofensa que en él halláis y, si no agradecéis el uno, es injusto que toméis la otra por un insulto.

—Os separáis de la cuestión: esta no es saber si hay ofensa en amarme, sino si la hay en decírmelo.

—No siendo delinquiente la acción, la declaración no puede serlo23.

—Por más capciosos que sean vuestros raciocinios no me seducen: consultad a la costumbre.

—¡La costumbre!... ¡Ay, querida prima! Está contra vos: las damas se ofenden tan poco de los obsequios que se las tributan que procuran, al contrario, multiplicarlos; sus triunfos son tener muchos adoradores... Convenid en que vuestro razonamiento está a favor mío.

—Ignoro de qué especie son las damas que permiten tales libertades, pero sé que Estatira, Parisatis, Clelia, Mandana y todas las ilustres heroínas de la antigüedad no permitieron jamás semejantes declaraciones24.

—¡Por Dios, prima hermosa, que no os guieis por esas impertinentes antiguallas! Las costumbres que van con la preocupación son mudables y bastan veinte siglos para desvanecerlas.

—Si el mundo no es ahora más virtuoso que entonces, ciertamente que no es más sabio, con que, si no es mejor, no veo por qué* las costumbres actuales hayan de ser preferidas... Conozco poco a los hombres, pero aguardo, en el curso de mi vida, encontrar más Orondates, Artajerjes y héroes parecidos al ilustre amante de Clelia, que Tiribazos, Artajes y Glanvilles25.

—Juzgo, prima, que me agregáis a mala compañía, pero si el ilustre amante de Clelia no hubiese revelado su amor, ¿cómo hubiera la posteridad tenido conocimiento de él?

—No lo declaró hasta que los servicios hechos a Clelio y a su hija le dieron derechos a su estimación, pero fue mal recibido cuando se aventuró a hablar de su amor y pasó mucho tiempo antes de que hubiese expiado el delito de haberlo revelado.

Interrumpió la conversación la llegada del marqués. Arabela se retiró dejando a Glanville más enamorado que nunca; conoció que su prima tenía echado a perder el entendimiento con las novelas heroicas, pero admiró su memoria y su limpio modo de raciocinar y, convencido de que no podía lograr su gracia si no plegándose a su modo de pensar, no habló más de amor y se dio a fingir un porte muy respetuoso. Pronto advirtió el marqués que su hija miraba a Glanville con menos repugnancia, pronosticó bien de ello y dejó al tiempo y al mérito de su sobrino el cuidado de formar la unión que deseaba.

i por qué] porque. Modernizo de acuerdo con los criterios de edición.

23 ‘no quebrantando ninguna ley’; es el participio de presente del verbo delinquir.

24 Se trata de heroínas del romance heroico francés (vid. «Estudio»). Las hermanas Estatira y Parisatis pasan por hijas del rey Darío de Persia en Casandra, el libro de La Calprenède (Cassandre, 5 vols., 1642–1645), mientras que Clelia es la protagonista de la novela de igual nombre de Madeleine Scudéry (Clélie, histoire romaine, 10 volúmenes, 1654-1660). Mandana, en fin, es la princesa amada por Artamenes en otra novela de Scudéry de título idéntico al pretendiente (Artamène ou le Grand Cyrus, 1649-1653). [Dalziel 391.]

25 Arabela identifica a su pretendiente con otros procedentes de las novelas de Scudéry o La Calprenède de comportamiento poco ejemplar (Tiribazos y Artajes), frente a otros (Orondates, Artajerjes, Aronces (el «ilustre amante de Clelia»), que representan todo lo contrario. Los dos primeros remiten a Cléopâtre (10 vols., 1648-1658) de La Calprenéde y a Artamène (ya referido) de Scudéry; los tres restantes nuevamente a Cassandre (Orondates y Artajerjes) y a Clélie (Aronces). [Dalziel 391.]