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Capítulo III
Continuación de la aventura

Entretanto Arabela no cesaba de pensar en su aventura; no se la apartaba de su imaginación el extranjero: su persona, su traje y sus penetrantes miradas, todo la daba a creer que era un hombre de muy distinguida clase atraído y prendado de su mérito. Aguardaba de día en día tener pruebas de su pasión y revolvía en su pensamiento el modo con que había de recibirlas.

Así que Arabela regresó a su casa, corrió a su cuarto a entregarse, sin obstáculos, a sus dulces meditaciones. Llamó, siguiendo el estilo de las heroínas, a su confidenta o, para servirme de sus expresiones, a la depositaria de sus más ocultos pensamientos.

—Querida Lucía –la preguntó, ¿observaste en la iglesia aquel bello extranjero que nos miró tanto?

Lucía, a pesar de su sencillez, conoció que aquel era el caso de adular y respondió que sin duda nunca habría visto otra mujer tan hermosa como ella.

—No tengo la hermosura que me supones, pero como estaba circundada de gentes rústicas, pude, acaso, parecer bella; no obstante –prosiguió con gravedad–, por si aquel extranjero se atreviese a entablar pretensiones a mi corazón, te prohíbo, bajo pena de mi desagrado, el encargarte de los mensajes o cartas que sus deseos indiscretos pudieran dirigirme; te ofrecerá, sin duda, regalos: guárdate de recibirlos, porque eso sería vender tu fidelidad y un delito que... pero no te creo capaz de tal.

Lucía, que recogió la primera idea de lo que podía esperar de los amantes de su ama, se graduó de sujeto de más importancia de lo que ella creía: vio con gusto que su puesto de confidenta podía ser lucrativo y prometió la obediencia solo de boca. Pasáronse ocho días sin que Arabela oyese hablar del extranjero; admirábase sumamente de ello y preguntaba diariamente a Lucía para saber cuándo intentaban corromperla.

Hervey empleó todo aquel tiempo en buscar medios para conocer a Arabela. La conquista de aquella hermosura la parecía infalible si hallaba ocasión de hablarla, porque él tenía altísima idea de su persona y de su mérito. p. 45

Las reflexiones de su primo no se le apartaban de la memoria; agradables esperanzas lisonjeaban su orgullo, pero el apego del marqués a la soledad y la aspereza de su carácter hacían su acceso tan difícil que Hervey solía desesperar de conseguir su intento. Una tarde, que volvía de cazar, se encontró con un labrador, a quien hizo mañosamente preguntas sobre el marqués, cuyos soberbios jardines se presentaban a cierta distancia. Díjole el mozo que él era hermano de una de las criadas de Arabela y le dio señas de toda su casa, tales cuales las había recibido de su hermana Lucía.

Contentísimo quedó Hervey de haber encontrado, por acaso, con alguno que pudiera servirlo y, así, le mostró grandísimo deseo de continuar su trato y, bajo pretexto de tomar lecciones de agricultura, iba a verlo a menudo. Lucía era el objeto de sus visitas. Pasaron muchos días antes de encontrarse con ella, pero la encontró por fin.

Conoció a Hervey la sencilla confidenta; se avergonzó acordándose de los encargos de su ama y no se sorprendió de las tentativas de Hervey para hablarla aparte. Cuando iba a hacerlo, se le anticipó Lucía diciéndole que la estaba prohibido encargarse de mensajes ni de cartas bajo pena de disgustar...

—Suplícoos, señor –añadió Lucía–, que no seduzcáis mi fidelidad, porque no me atrevo a desobedecer.

Admirado Hervey de lo que oía, no supo qué pensar, pero, después de una corta reflexión, atribuyó a grosera astucia lo que no era más que efecto de sencillez. Dio a Lucía dos guineas pidiéndola que intentase desobedecer a su señora, entregándola una carta de su parte y la prometió mayores recompensas si cumplía bien con su encargo.

Lucía puso algunas dificultades, pero, no determinándose a rehusar el primer regalo de aquella especie que la habían hecho en su vida, consintió en encargarse de la carta, recibió las dos guineas y dejó solo a Hervey, después de que su hermano le hubo dado lo necesario para escribir.