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Capítulo VI
Consecuencias necesarias de las equivocaciones antecedentes

Mientras Arabela se lamentaba de sus infortunios, se hilvanaba Glanville los sesos para penetrar el sentido misterioso de las frases de su prima; las combinó por todos los modos posibles, sin poderlas comprender y, por último, vino a convencerse de que nada significaban o de que eran resultas de alguna nueva rareza. Buscó, no obstante, a su padre para preguntarle lo que había tratado con su prima y no le encontró. Había marchado a caballo para poner en claro la ofensa de que Arabela se quejaba. El caballero Jorge estaba en su casa de campo; alcanzó a ver al barón, saliole al paso y quiso ayudarlo a desmontar.

—Todavía conservo alguna fuerza –dijo el anciano, tendiendo con vigor su pierna derecha–. Vengo expresamente a informaros de que mi sobrina ha llevado a mal lo que la dijisteis al oído y a saber también de vos qué cosa es esta.

Jorge, que no tenía gana de reñir con el tío de Arabela, contestó que acaso se había chanceado con sobrada ligereza sobre el supuesto raptor, pero que estaba certísimo de no haber dicho cosa que la pudiera ofender. Su justificación fue tan honrada que el barón, olvidando su resentimiento, le apretó la mano y lo convidó a que fuera a reconciliarse.

Aguardaba Glanville con impaciencia la vuelta de su padre para preguntarle sobre lo sucedido entre él y Arabela, pero como no hallase en su padre su natural franqueza, quedó más inquieto. Después de cenar se determinó a pedir a Arabela unos instantes de audiencia, pero Lucía, que estaba aguardando a su ama en lo alto de la escalera, así que subió, la habló algo al oído. Arabela, a quien daba la mano Glanville, dio a este apresuradamente las buenas noches y corrió a encerrarse en su gabinete. Glanville, tan sentido de aquel contratiempo cuanto curioso de saber qué lo producía, se retiró atormentado de su imaginación. Lo que dijo Lucía a su señora fue que un correo extraordinario acababa de traer una carta de parte del caballero Jorge y que aguardaba la respuesta. Arabela tuvo desde luego mucho deseo de abrirla, pero, temiendo transgredir las leyes del heroísmo, se resolvió a devolverla.

—Vuelve esa carta –dijo al correo– y encárgale que diga a su señor que no solamente no he leído lo que me ha escrito, pero que le aconsejo que no reincida en cometer imprudencias semejantes.

Lucía escuchó con mucha atención la orden de su ama y la repitió varias veces por la escalera, para no omitir cosa alguna, mas el correo había ya partido. El caballero Jorge, instruidísimo en las fórmulas heroicas de las novelas, había mandado a su correo que pidiese una respuesta, pero que no la esperase. Lucía devolvió a su señora la carta y la dijo:

—Por esta vez no podéis menos de abrirla, porque el correo ha partido sin esperar respuesta. p. 134

—El medio de que se sirve para que me quede con la carta es ingeniosísimo… Acaso me engaño sobre lo que contiene y tengo gana de leerla; tú, ¿qué piensas de esto?

Lucía aprobó mucho aquel deseo curioso, y Arabela, haciendo como que cedía a las importunidades de su confidenta, rompió la nema y leyó lo que sigue:

El infeliz y desesperado Belmur a la divina Arabela
Vuestro señor tío me ha informado de la desgracia en que he incurrido de desagradaros y no es dudoso que la desesperación va a arrancarme presto una vida que os había dedicado. El delincuente que se atrevió a adoraros, señora, no murmura ni se queja de su castigo: reconoce la justicia y se somete con resignación.
Expíe, por lo menos, mi muerte, ¡oh, Arabela divina!, mis ofensas y tenga yo la satisfacción de esperar que esos ojos hermosos que me han mirado con desprecio derramarán algunas lágrimas sobre mi tumba: si conservareis la memoria de mi delito, dignaos también de acordaros que me costó la vida. Mi única felicidad es la de atreverme a creer que, dejando yo de existir, dejaréis vos de aborrecer al desventurado Jorge Belmur.

Suspiró muchas veces Arabela leyendo la carta, pero la pobre Lucía no pudo contenerse de llorar.

—Mi amada señora –dijo articulando trabajosamente–, el corazón tengo pasado de pena y no alcanzo cómo podéis leer con tanto sosiego una carta como esa; perdonadme si os echo en cara vuestra insensibilidad. Se os da poco, a lo que veo, de que se muera por vos… no quisiera yo, por cuanto tiene el mundo, hallarme con una conciencia tan cargada como la vuestra.

—Es cierto que mi beldad ha producido funestísimos efectos. El triste Hervey fue víctima de su pasión y de sus intenciones pérfidas, el delincuente Eduardo está reducido a ser incesantemente atormentado por su mismo despecho; mis gracias han encendido una pasión que ofende, a un mismo tiempo, a la naturaleza y a las leyes, y, finalmente, el desventurado caballero Jorge, convencido de su crimen, se vota a la muerte, esperanzado de excitar, a lo menos, mi compasión cuando ya no exista. ¿Y qué parte tengo en estas desdichas? Quisiera ser menos hermosa, pero, pues una fatal necesidad quiere que tales cosas acontezcan, menester es consolarme.

—¿Conque dejaréis morir al pobre caballero Jorge? –preguntó Lucía con mucho enternecimiento.

—Como no puedo darle esperanzas, preciso será que muera, si insiste en amarme.

—Pero, ¿no pudierais mandarle que viviese, como lo hicisteis con el señor Hervey y con el señor Glanville, que ambos os obedecieron?

—Si le mandara vivir, sería también necesario permitirle que me amase, pero esto es imposible, Lucía: con que no hay medio para mejorar su suerte.

—Vos sabéis lo que conviene hacer, pero yo, que soy una ignorante, creo que es mejor salvar que destruir, porque esto se dice en aquel libro que se llama la Biblia; por cierto, que algún día tendréis que responder de la vida de ese señor, si la pierde por no recibir algunas palabras blandas de vuestra parte.

—No puedo negar –replicó Arabela sonriéndose– que, si tu intercesión no es elocuente manifiesta, a lo menos, una sinceridad que me obliga: meditaré sobre lo que me dices y, si fuere posible salvar al caballero sin lastimar mi reputación, lo haré.