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Capítulo IX
Suceso que nuestra heroína no esperaba

Entre tanto que Arabela representaba este monólogo con mucha expresión, miraba Glanville a su hermana y la suplicaba con los ojos que se contuviera, pero todo lo que pudo hacer fue taparse con el abanico.

—Prima –dijo por fin Carlota con aire irónico–, te protesto que no morirá Belmur.

—En vano te lisonjeas… No tiene mi orden... ¿Te parece que obedecerá?

—¡Oh! En esto te juro que será docilísimo.

—Pues siendo así, voy a darle por escrito…

Glanville, satisfecho con ver desvanecida la idea de ir a casa de Belmur, se conformó a todo, pero se aprovechó de la corta ausencia de su prima para desahogarse contra su amigo.

—¿Conque crees, hermano mío, que Belmur está enamorado de mi prima?

—Lo está ciertamente, hermana, o de ella o de sus bienes o acaso de todo junto, pues tú convendrás conmigo en que se la puede amar sin bienes y buscar sin hermosura.

—Eso no deja de ser cierto, mas...

—Hermana mía, los hombres tienen un tacto sobre este punto que jamás los engaña. Si la belleza consiste en la regularidad de las facciones, en lo airoso del talle y en una cierta gracia en todos los movimientos nadie la aventaja.

—Te lo concedo todo pero yo soy la que te aseguro que Belmur no la ama.

—Bien lo quisiera yo, mas las apariencias prueban lo contrario.

—¿Qué dices? ¿Pues no ves que su papel es un compuesto de bufonadas? Si lo hubieras oído hablar con ella la última vez que vino... Era cosa de morir de risa y mi pobre prima, con todo eso, lo tomó muy seriamente.

—Dígote, hermana mía, que padezco en oír tus malignas burlas sobre las flaquezas de la que amo y en que a Belmur se le antoje usar de la misma licencia delante de mí; yo…

—No te comprendo, hermano mío: pocos instantes ha que deseabas que Belmur no amase a tu querida y te resientes cuando hago lo que puedo para tranquilizarte. p. 141

Arabela entró en aquel momento con un papel en la mano.

—Acabo –dijo– de escribir a ese infeliz; esta es mi respuesta, leedla en voz alta: mi prima puede saber lo que contiene.

Glanville, mortificadísimo, leyó lo que sigue:

Arabela a Jorge Belmur
Me ha ofendido mucho la temeraria declaración que me habéis hecho, pero la sumisión que mostráis en vuestra carta disminuye vuestro delito y puede (si no sois a mis órdenes rebelde) mereceros un perdón generoso. Os mando que viváis con todo el imperio que tengo sobre vuestra persona: atended a que os pido lo mismo que Parisatis a Lisimaco. Imitad a este príncipe en la obediencia, procurad igualarlo en el valor y contentaos con la estimación que únicamente puede concederos.
Arabela

Como la carta no era muy animadora, hubiera querido Glanville que llegase a manos de su amigo, pero temía su genio inclinado a la burla. Mientras se ocupaba, pues, en ver el modo de que la carta no partiera, entró un paje con recado de que estaba allí Belmur. Fue suma la admiración de Arabela y Glanville, por no aumentarla, salió a recibir a su competidor.